PERDIDO EN BUENOS AIRES
Premio de Novela «Mario Vargas Llosa»
2009
A la memoria de mis padres.
A Galia, hoy y siempre.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
JORGE LUIS BORGES Ajedrez
CAPÍTULO 1
Mucho antes de que Alexander Alekhine realizara su último movimiento con las piezas negras, José Raúl Capablanca era consciente de haberse metido en una dinámica que conducía sin falta a la derrota. No había logrado, sin embargo, salirse de ella. Sabía también que su posición actual no daba siquiera para tablas. Le aterraba la idea de perder la primera partida del encuentro en el que defendía la corona de campeón mundial. Sería, además, la primera derrota en su cuenta particular con el ajedrecista ruso. El maestro cubano conocía muy bien a Alekhine, estaba familiarizado con su juego frío y calculado y sabía que no había nada que hacer. Por eso, cuando la mano de su adversario planeó despacio sobre el tablero y se detuvo a unos centímetros de la torre negra, José Raúl Capablanca dio el juego definitivamente por perdido. Así, ardiendo de impotencia y rabia, vio cómo el hombre completaba la jugada. La mano quedó un instante suspendida en el aire; luego bajó, rauda y decidida, y con tres de sus dedos agarró la pieza y la hizo moverse un paso a la derecha. Alekhine pulsó el botón del reloj, se recostó en el asiento y respiró. Era su manera de decirle que se acababa el juego. Capablanca fijó la atención en la torre, instalada ya en su nuevo emplazamiento. Entonces la pequeña figura creció hasta convertirse en una muralla insalvable que amenazaba con asfixiar al soberano blanco. Desde lo alto de sus almenas bajaban ríos de aceite hirviente que perseguían al infortunado monarca con la intención de arrinconarlo en lo más profundo de su reino…
Conmocionado por lo que consideraba un accidente, Capablanca no tocó una sola de las pocas figuras blancas con las que había pensado disputar el final. Un despecho insoportable le cortaba el aliento. Se limitó a inclinar ligeramente la cabeza y tender la mano a Alekhine. Luego, sin esconder el disgusto, dijo: «está bien, ha ganado usted», y estuvo a punto de agregar: «por fin». El ruso sonrió, y Capablanca se levantó de la mesa donde habían quedado huérfanas sus piezas y le dio la mano al árbitro. Éste respondió al saludo con una chispa de decepción en la mirada. Y enseguida, tras felicitar a Alekhine, se acercó a la puerta de la sala donde se dirimía el campeonato mundial de ajedrez y la abrió de par en par. El público que se agitaba fuera guardó un silencio súbito, tratando de adivinar lo que había ocurrido tras aquellas puertas. Pronto, sin embargo, quedó claro… Y un murmullo sordo se levantó en el aire de la estancia. Entre el grupo de colegas que esperaban, Capablanca distinguió el rostro sorprendido de Rolando Illa, su gran amigo y valedor en la Argentina. Se encontraba a unos pasos del umbral y se veía serio, evidentemente contrariado. Entonces levantó la mano y lo saludó, tratando de sonreír. Illa, por su parte, le respondió con una sonrisa de circunstancias; y sin pronunciar palabra, recorrió la distancia que los separaba y le tendió la mano. Además de Rolando Illa, algunos otros amigos y colegas rodearon al perdedor de la partida para saludarlo y brindarle su apoyo.
Entretanto, Alexander Alekhine permanecía en su asiento, contemplando absorto las piezas de su adversario, como si estuviera todavía estudiando el juego y tratando de explicarse a sí mismo lo que había ocurrido sobre el tablero. Pronto — cómo no — fue también cercado por sus simpatizantes y amigos. Y, claro está, por aquellos que se las ingenian siempre para estar presentes en las celebraciones de los triunfos.
Finalmente, José Raúl Capablanca cogió la gabardina que le tendía un conserje, se caló el sombrero y se alejó del salón donde había comenzado a quebrarse el mito de su imbatibilidad. En la planta baja del Club Argentino de Ajedrez reinaba una actividad frenética. Había decenas de periodistas, expertos en el juego y mucho público en general, argentinos del pueblo que habían venido a aplaudir la victoria del cubano y no podían aceptar la noticia de su derrota. Al verlo aparecer, la gente se agitó. Todos querían expresarle su simpatía, decirle alguna palabra de ánimo. Capablanca levantó la vista a ellos y, forzando una sonrisa, los saludó con un movimiento de la mano. Luego resistió como pudo los relámpagos de las cámaras, fingiendo dar la cara a los objetivos que lo apuntaban, pero declinó responder a las preguntas de varios periodistas que intentaron abordarlo. Así, sin otras muestras de cortesía y sin hablar con nadie, caminó hacia la salida. Parecía un mariscal pasándole revista a la tropa. De toda su persona emanaba un saber estar y un orgullo natural extraordinarios. Nadie que lo hubiera visto en aquel momento, moviéndose con elegancia por el salón entre el gentío, habría dicho que aquel hombre era el perdedor de la partida. Rolando Illa lo acompañaba en silencio. Capablanca llevaba la cabeza erguida y la vista fija en algún punto lejano. Sólo él sabía que tenía la mirada nublada, y que un torbellino de ideas encontradas le fustigaba la conciencia. ¿Cómo había podido ocurrir?, se decía una y otra vez. Tendría que reconstruirlo todo y precisar en qué se había equivocado. En cualquier caso, había comenzado a sospechar que el encuentro con Alekhine sería realmente largo y trabajoso.
CAPÍTULO 2
Cuando al día siguiente llegó al número 144 de la calle Carlos Pellegrini, ya Rolando Illa lo esperaba ante la entrada del Club Argentino de Ajedrez. Anochecía, y entre la fronda de los árboles plantados junto a la acera los gorriones no paraban de alborotar. Más allá, a lo largo de la calzada, las farolas comenzaban a iluminarse. Después de intercambiar con él algunas frases de saludo, Illa expuso que lo mejor que podían hacer era llamar un taxi e irse a cenar juntos. Así tendrían oportunidad de hablar más despacio sobre todo lo ocurrido la jornada anterior. Él invitaba. Capablanca sonrió, lo del restaurante era una buena idea; pero prefería caminar…
Aún estuvieron un buen rato conversando en la acera, mientras las sombras se extendían poco a poco por el cielo de Buenos Aires. Por fin echaron a andar en dirección a Corrientes. En los boliches y cafés de Carlos Pellegrini comenzaba a observarse la animación de la noche porteña. Entre tanto, por las puertas y ventanas de algunos restaurantes se escurrían los olores del asado argentino, que viajaban acompañados de la melodía tristona de algún tango de moda. Capablanca tenía hambre y, por qué no, ganas de disfrutar de aquella música que le era tan querida. Sin embargo, prefería alejarse de allí. No habría querido verse reconocido por algún aficionado al ajedrez y ser interpelado sobre su desastrosa partida inaugural. De manera que siguieron andando sin prisa por la acera de Carlos Pellegrini. Al llegar a Corrientes torcieron hacia Puerto Madero, y Capablanca sintió sobre la piel del rostro el efluvio húmedo que llegaba desde las costaneras y atemperaba la noche. Entonces propuso bajar hasta los diques. La tarde anterior, paseando por aquella zona, había visto varios establecimientos que le llamaron la atención. ¿Recuerda el nombre de alguno?, preguntó Illa, con la evidente intención de animarlo. Capablanca, sin embargo, optó por negar con la cabeza y hundirse de nuevo en sus propios pensamientos.
Se sentía rebosante de hiel. ¿Qué clase de campeón del mundo era, que ni siquiera recordaba el nombre de las cosas? Recordaba en cambio (¿por suerte o por desgracia?) los movimientos y jugadas de la partida perdida la jornada anterior. Ya había tenido oportunidad de repasarlos en la soledad de su cuarto de hotel. Si hace tan sólo unos días alguien le hubiera afirmado que las cosas ocurrirían de aquel modo, no lo habría creído. En lo absoluto. La primera partida por el título, quizás la más importante, la del impacto. La había perdido ante un ajedrecista que él siempre había considerado inferior. Ahora necesitaba refrescar sus ideas, pensar y repensarlo todo, incluida su estrategia general. Por suerte, estaba Rolando Illa, que seguía caminando a su lado, otra vez en silencio. Apreciaba enormemente la amistad de este cubano nacido en Nueva York y convertido luego en argentino. Sabía que estaría a su lado a la hora de la victoria; pero que tampoco lo abandonaría tras una derrota como aquélla.
Al atravesar la calle Esmeralda, Rolando habló de nuevo. Señaló hacia el pórtico del teatro Maipo, que asomaba a medianía de cuadra, y dijo que hasta hacía unos años aquel teatro llevaba el nombre de su calle. Y agregó que era uno de los sitios que más apreciaba en la ciudad. Capablanca lo miró inquisitivo, e Illa explicó que allí había oído cantar a Carlos Gardel cuando reapareció tras ser baleado en el pulmón. Fue una de sus primeras actuaciones con la bala dentro. Todavía cantaba a dúo con Razzano. ¡Qué clase de espectáculo! Ahora sí, vivamente interesado en lo que oía, Capablanca volvió el rostro hacia su amigo. Disculpe, dijo, pero no conozco bien la historia, ¿por qué no me la cuenta? Había leído algo en la prensa de Nueva York, pero la verdad es que no conozco casi nada de eso. ¿Quién quiso matarlo? Un hombre de apellido Guevara, dijo Illa. Fue en una discusión, a la salida del Palais de Glace. Rolando Illa se detuvo, lanzó una mirada sesgada a Capablanca y preguntó: ¿De verdad le interesa? Por supuesto, me interesa mucho. Y usted sabe que, además, me gusta mucho el tango. No conozco bien los detalles, reconoció Illa, pero lo que sí puedo asegurarle es que estuvo como un año sin actuar… Y que esa noche casi todo el mundo en el teatro lloró oyéndolo cantar de aquel modo, sabiendo que lo hacía con una bala en el pulmón. Fue impresionante. Gardel no había perdido la frescura de sus primeros tiempos; seguía siendo el «Morocho del Abasto», pero la bala se le había quedado para siempre en el pulmón. ¿Y anda así, con ella dentro?, preguntó Capablanca. Pues sí, respondió Illa, así anda y, por supuesto, canta. Y así andará por siempre, sentenció. ¿Qué me dice? Capablanca no podía contener su asombro. Realmente se sentía vivamente interesado por la historia que le contaba Illa. Y ahora, por cierto, ¿dónde está Gardel?, inquirió, hace tiempo que no oigo hablar de él. Rolando Illa sonrió. Ahora está aquí, en Buenos Aires, aunque viaja mucho. El año pasado estuvo en España, me parece que en Barcelona, y creo que pronto se irá de nuevo a Europa. Capablanca parecía haberse animado. ¿No sabe si está actuando en algún sitio?, siempre he soñado con oírlo cantar en persona. Rolando Illa sonrió, satisfecho. Puede ser, dijo. Creo que a veces actúa en el «Café de los Angelitos». En todo caso, dicen que ahí cena cada noche. Al escuchar el nombre del establecimiento, José Raúl Capablanca sonrió por primera vez en mucho tiempo. ¿Se llama así, de veras? ¿No sabe dónde está? ¿Podríamos ir? Sorprendido por la tanda de preguntas, Rolando Illa no podía responder a ellas. ¿Qué le parece?, dijo todavía Capablanca. Illa metió la mano en un bolsillo, sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno. Cuando expelió el humo, replicó por fin:
— Le propongo ir a cenar primero. La verdad es que yo tengo bastante hambre. Si le interesa, allí podremos hablar más sobre ese tema. De entrada, le prometo averiguar dónde Gardel está cantando ahora. No crea; a mí también me gustaría oírlo.
Capablanca hizo un gesto de aprobación.
— Creo que es buena idea. Por lo demás, yo estoy igual de hambriento.
En la Avenida Leandro Alem torcieron a la izquierda y caminaron en el sentido de la Plaza Roma. Al llegar a la esquina, Capablanca preguntó hacia dónde se dirigían y dónde iban a cenar. Por lo visto, ya no será en Puerto Madero, dijo en tono jovial. Será mucho mejor, respondió Illa; y explicó que quería llevarlo a un sitio de comida criolla; un sitio, además, con una vista muy interesante sobre la ciudad. Anduvieron todavía unos minutos más, hasta que, finalmente, Illa se detuvo ante un edificio alto, de arquitectura modernista, en cuyo pórtico se veía un anuncio lumínico con el nombre del lugar: «Hotel Regina». Aquí es, dijo. Junto a la entrada, un hombre uniformado les dio la bienvenida y les abrió la puerta. En el vestíbulo, que estaba decorado en blanco con muebles de estilo clásico, Capablanca siguió a Illa hasta la cabina del ascensor. Allí el ascensorista les abrió la puerta y, una vez dentro, les preguntó a qué piso iban. Al restaurante, respondió Illa, y el hombre accionó una palanca de bronce que sobresalía de la pared y puso en marcha el artefacto, que comenzó a elevarse pesadamente hacia los pisos superiores del inmueble. Ya arriba, Rolando Illa le dejó una propina al empleado y salió del ascensor, seguido de Capablanca. Habían llegado a un vestíbulo más bien pequeño, provisto de una puerta que daba acceso al restaurante. Al verlos aparecer, un mozo vino hasta ellos y se hizo cargo de sus gabardinas y sombreros. La puerta del local se mantenía abierta, y por ella escapaba la música de un piano. En el vestíbulo había un par de sofás para la espera y una ventana hacia la calle. Instintivamente, Capablanca se acercó a la ventana y echó un vistazo a los tejados de los edificios circundantes. Entonces Illa explicó que el restaurante había sido construido en la última planta del edificio, y que tenía unas vistas magníficas, dignas de admirar. En gran medida, por eso lo había llevado allí.
Ya dentro, fueron recibidos por el maître, quien, después de darles las buenas noches, los invitó a seguirlos. El local estaba bastante concurrido, pero era espacioso y había varias mesas vacías. El hombre los condujo a través de ellas hasta una que estaba situada junto a la pared del fondo. Ésta daba al sur y estaba provista de un amplio ventanal acristalado. Al ver el panorama que se abría antes sus ojos, Capablanca no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Y se quedó absorto, de pie junto al cristal. No recordaba los motivos, pero en ninguna de sus dos visitas anteriores había tenido la oportunidad de contemplar a Buenos Aires desde una altura como aquélla. Un océano de luces parecía extenderse hasta más allá del mundo imaginable. En medio de la estampa, la Casa de Correos blanqueaba en la noche como la cresta nevada de un monte lejano. De un lado discurría la Avenida Leandro Alem, un río de luz oscurecido a ratos por la espesura de su arbolado. Del otro, Puerto Madero era un tupido entramado de grúas, navíos iluminados y reflejos en el agua oscura del canal. Capablanca respiró profundo y comentó en voz alta que debía de ser muy agradable vivir en Buenos Aires. Se veía que era una ciudad muy interesante. Rolando Illa lo invitó a sentarse, al tiempo que se sentaba él mismo. Era verdad; en cualquier caso, a él le gustaba mucho. Y a usted, por cierto — agregó sonriente — , lo veo un poco más animado. Capablanca también sonrió. Sí, se sentía mejor. Es más, le parecía que ya había pasado lo peor. ¿De veras? Por supuesto. Durante todo este tiempo he estado pensando en la partida con Alekhine. La he reconstruido y ya sé muy bien dónde me equivoqué. Illa encendió un cigarro. ¿Compartiría esos errores conmigo? ¿Con quién mejor que con usted?, dijo Capablanca, además, no sé si sabe que voy a reseñar las partidas para el diario Crítica. Y antes de escribir sobre ésta, no me vendría mal hablar un poco de ella. En este punto hizo una pausa y echó otra rápida mirada al panorama que se extendía tras el cristal. A ambos lados de los diques, el alumbrado del puerto formaba una guirnalda parpadeante que se disolvía poco a poco en la oscuridad y la bruma de la distancia. Aquella vista de la ciudad nocturna comenzaba a hacerlo sentir de buen humor. Cuando se disponía a continuar hablando, el maître se acercó a la mesa y les entregó la carta con el menú. Gracias por la confianza, dijo entonces Illa; pero primero tendremos que decidir qué vamos a comer y beber. El hombre, que se había quedado de pie junto a la mesa, preguntó si deseaban algún aperitivo. Illa pidió un Martini y Capablanca una botella de agua mineral. Muy bien, dijo el camarero y se alejó.
— ¿Me recomienda algo? — dijo entonces Capablanca, abriendo la carta — . Quiero decir, para comer.
Illa se puso las gafas y comenzó a estudiar el menú. Se veía que le causaba gran placer hacerlo. De repente dijo:
— No sé, realmente. De la comida argentina a mí me gusta casi todo. Pero ya sabe, lo principal aquí es la carne.
Capablanca, por su parte, no sabía qué elegir. Todo sonaba bien. Finalmente, pidieron asado criollo y vino tinto de Mendoza, como no podía ser de otro modo. Cuando el maître se hubo retirado, Capablanca siguió hablando.
— Le decía que ya puedo contarle algo sobre la partida. Todo este tiempo he estado estudiándola en la mente, tratando de precisar mis fallos…
— ¿Y ha dado con ellos?
— Sí, claro; aunque, si le digo francamente, el doctor Alekhine tampoco estuvo brillante. Él cometió también varios errores. Sólo que supo aprovechar mejor los míos.
— Por ejemplo…
Capablanca se sacó del bolsillo una pequeña hoja y se la tendió a Rolando Illa.
— Mire esto. Son las anotaciones de la partida. Ahí puede ver todo lo que pasó.
Illa estuvo un rato leyendo los apuntes. Cuando levantó la vista hacia Capablanca, éste siguió hablando.
— Creo que ahora me entenderá si le digo que ninguno de nosotros dos hizo una buena partida. Yo, en particular, me equivoqué en varias jugadas.
Illa sonrió escéptico.
— No sé qué decirle…
Capablanca señaló hacia la hoja de las anotaciones.
— ¿Quería ejemplos? Ahí los tiene. Mire la jugada 14. Me entretuve moviendo la torre sin crear ningún peligro y dejé de comerme un peón suyo con mi caballo más adelantado. Calculé mal el tempo y perdí la oportunidad de sacar ventaja material. Él vio mi pifia y resguardó el peón moviendo su caballo. De paso, ganó en posición. Luego, en la jugada 15, él saca la dama, que en combinación con su caballo representaba un serio peligro para mí. Yo lo debí haber visto venir; pero me di cuenta demasiado tarde.
— Un momento — dijo Illa — , déjeme ver… Sí, tiene razón.
— Con todo, todavía pude haber salvado la partida, logrando aunque fuera tablas; pero en la siguiente jugada cometí un error más serio aún: si hubiera retrasado el caballo lo habría obligado a retirar el suyo de esa casilla. No sé por qué, pero no vi el peligro y moví la torre hacia esa ingenua posición que usted ve ahí. Yo había calculado sólo un cambio de caballo por alfil; pero él jugó con el caballo, me comió un peón en la segunda fila y me amenazó la torre seriamente. ¿Lo ve?
Rolando Illa movió la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía y escuchaba.
— Sí, claro — dijo — ; pero en su siguiente movimiento, él desaprovechó la oportunidad de sentenciar el juego.
— Exactamente. Me alegro que lo haya visto. Y estará usted de acuerdo conmigo en que aquí las cosas entraron en una dinámica que conducía a tablas. En la jugada 32 yo le comí un peón y recuperé la simetría en la calidad. Con esto, Alekhine perdió la ventaja que había tenido. Sin embargo, en el siguiente paso volví a equivocarme, y este error sí ya fue definitivo. Debí haber movido el rey y protegerlo; pero jugué con la torre. Como puede usted ver, ahí perdí la partida. ¿Qué le parece?
Rolando Illa estaba desolado.
— Una pena.
— Yo, francamente, nunca había cometido tantos errores juntos. Jamás. No quiero restarle méritos a mi adversario; pero desde el encuentro que disputé con Corzo por el campeonato nacional de Cuba, con sólo doce años, desde entonces, insisto, esta es la primera vez que mi rival me toma la delantera en el conteo. Y eso tiene, al menos, el mérito de la novedad.
Illa sonrió sin demasiada convicción.
— Imagino cómo se sentirá…
— Me he sentido mal, por supuesto. Aunque ya no tanto. Sin embargo, lo que más me molesta es saber que perdí contra un rival que tampoco estuvo a la altura. En general, la partida en sí no fue digna de un campeonato del mundo. Pienso que eso tiene que ver con el hecho de que fue la primera. Ni él ni yo hemos jugado bien; pero no hay duda de que el juego de alguno de nosotros mejorará con las partidas venideras. O quizá el de ambos.
— Aquí en la Argentina todo el mundo apuesta por usted. La gente estaba segura de que ganaría esta partida. Más, siendo la primera…
— Yo lo sé, Rolando; por eso me duele más esta derrota. Usted sabe cómo ha sido durante todos estos años mi relación con los ajedrecistas argentinos, con la gente de este país. Lo menos que imaginaba yo, la verdad, era que no podría darles una alegría en el día de la inauguración.
En ese momento el camarero trajo el vino, lo descorchó con manos de prestidigitador y preguntó quién iba a probarlo. Tras un breve intercambio de gestos de cortesía, fue Capablanca el encargado de dar el visto bueno al precioso líquido de las tierras de Mendoza. Habían traído también biscochos, pan y mantequilla, y los dos amigos cogieron sendas rodajas de pan y les untaron mantequilla. Luego Rolando Illa sirvió vino y propuso un brindis:
— Por su éxito en el encuentro.
— Gracias — dijo José Raúl Capablanca levantando su copa — . Por mí no quedará.
Los dos bebieron varios sorbos, sumidos cada cual en sus pensamientos. Mientras, en el restaurante ocurrían cosas: al piano se habían sumado un violín y un bandoneón, y los tres juntos se entregaban ahora a la interpretación de conocidas melodías de tangos, valses criollos y milongas. Capablanca aprovechó el silencio para mirar una vez más a través del cristal. No sabía la razón, pero la vista nocturna de Puerto Madero lo atraía como un imán. Sentía que le provocaba un efecto tranquilizante. Contó tres filas paralelas de farolas: la que iba a lo largo de los docks, la del paseo y la del otro lado de los diques. Las tres parecían alargarse hasta el horizonte, para perderse luego en lo que seguramente era el estuario del Río. En este punto Capablanca retomó la conversación. Lo hizo para preguntarle a su interlocutor:
— ¿Y usted cómo fue que vino a la Argentina? ¿No estaba mejor en Nueva York?
— Es un relato largo. Primero tendría que contarle por qué nací en Nueva York. ¿Quiere saberlo?
— Por supuesto. No sé por qué no se lo había preguntado nunca; pero es muy interesante.
— Mi padre participó en la primera guerra de independencia en Cuba. Luego tuvo que emigrar a Nueva York. Allí conoció a Martí y colaboró con él en la preparación de la campaña del 95 — Rolando Illa hizo una pausa, y Capablanca no pudo evitar pensar en su propio padre, que aun siendo cubano había optado por militar en el ejército español. Por suerte, Illa continuó enseguida su relato — . Allí nací yo y allí crecí y me formé como hombre. Al finalizar la guerra, mis padres no pudieron regresar a Cuba. Creo que lo dejaron para un poco más adelante; pero un día mi padre murió y mi madre no se atrevió a volver sin él. Creo que le resultaba difícil empezar de nuevo sola. En fin, que nos quedamos definitivamente en Nueva York…
De repente, Illa se interrumpió, fijando la atención en el camarero que acababa de hacer su aparición junto a ellos.
— Mire esto. ¡Qué clase de espectáculo!
Se refería al asado. Lo habían traído sobre un carrito y tenía, en efecto, una presentación espectacular. Despedía, además, un olor tan sabroso que era imposible no sentir un fortísimo deseo de hincarle el diente lo antes posible a aquella hermosa carne. Enseguida, el camarero se puso a la obra y lo deshuesó allí mismo, antes de sacarlo del carrito. Después sirvió la carne, el chorizo y el resto del acompañamiento y, con sus mejores deseos de buen provecho, lo dejó todo sobre la mesa y se alejó. Capablanca estaba encantado. Luego de haberse servido un buen trozo de asado, y de los pertinentes cumplidos a la cocina argentina, fue el primero en hablar.
— Esto está exquisito — dijo, y tras unos sorbos de vino, agregó — : Por cierto, sé que usted tiene la nacionalidad argentina; y me parece bien. Pero permítame que le haga una pregunta: ¿No se siente un poquito cubano también?
Rolando Illa pareció crecer en la silla.
— Desde luego que sí. Mientras viví en los Estados Unidos siempre me sentí cubano, un cubano nacido en Nueva York, pero cubano al fin. Parece que es algo que va por dentro. Los cubanos andan por ahí y se presentan siempre como cubanos, incluso cuando no han nacido en la isla y no conocen siquiera la tierra de sus antepasados. Pero, por otra parte, llevo veintitrés años viviendo en la Argentina y aquí lo tengo todo. Aquí he hecho mi vida. Además, este país me ha tratado como a un hijo. Es imposible no querer a la gente, no sentirla como tu propio pueblo. El caso es que en la actualidad me siento tan argentino como cubano. No sé si me comprende.
— Claro que lo comprendo. Uno puede sentir que pertenece a dos pueblos sin dejar de querer a ninguno de ellos. Pasa como con los padres, que se quieren lo mismo.
— ¿Y en su caso? Usted ha vivido mucho tiempo en los Estados Unidos. Allí ha llegado a ser quien es…
— Si le digo francamente, yo nunca me he dejado de sentir cubano. Por eso no he querido cambiar la nacionalidad. No podría hacerlo, la verdad; aunque este deseo mío me ha complicado alguna que otra vez las cosas. Recuerdo que una vez me dijeron que no podía ser el campeón de los Estados Unidos porque no tenía la nacionalidad norteamericana. En esa ocasión respondí que pronto sería el campeón del mundo y, por tanto, lo sería también de las Américas. Y los Estados Unidos, que yo supiera, eran parte de América. En definitiva, creo que moriré siendo cubano.
En ese momento el trío comenzó a tocar una pieza que captó inmediatamente su atención. Lo que primero destacaba en ella era el sonido del bandoneón, que se extendió enseguida por todo el aire de la estancia. Como un incienso, se dijo Capablanca, dejándose llevar por él. Luego entró el piano, marcando el ritmo con sus teclas. Y enseguida se oyó el llamado del violín, que acompañado por los otros dos, comenzó a descubrir los entresijos de una melodía capaz de arañarle el alma al más insensible de los mortales. Capablanca tuvo la sensación de que la había escuchado antes. Era como si aquellas notas desenterraran alguna zona borrosa de su vida anterior, un rastro aparentemente olvidado que subyacía en un rincón de su memoria. Mientras, la música continuaba llenando la sala, el bandoneón seguía desangrándose, el piano marcando el ritmo y el violín quejándose como un ánima en pena. Estaba claro que era la primera vez que oía aquello; pero, así y todo, le producía la impresión de algo que hubiera estado siempre agazapado en un recodo del camino, esperando la ocasión para saltarle al cuello. ¿Por qué así, después de todo? Illa notó su desconcierto y le preguntó qué le ocurría.
— Nada, es esa música, que me parece conocida, aunque sé que es la primera vez que la oigo. ¿La conoce usted?
— Claro. Es La Cumparsita. Un tango que se está oyendo mucho en los últimos tiempos, aunque dicen que es bastante más antiguo.
— Me recuerda alguna canción cubana. Quizás una habanera…
— Puede ser. No sé si sabe que la habanera está en los orígenes del tango.
— He oído decir algo; pero, sinceramente, no sé mucho de eso.
Entonces los dos hombres callaron. Entretanto, los acordes de La Cumparsita siguieron un buen rato saliendo del estrado. Partían en suaves oleadas desde los tres instrumentos, se mezclaban en el aire con una armonía perfecta y llenaban de música todo el espacio en derredor. Capablanca los disfrutó en silencio hasta el final. Cuando la pieza concluyó, los comensales aplaudieron, y los músicos agradecieron con un gesto al público y dejaron a un lado los instrumentos. Luego se retiraron en dirección al bar.
— Increíble.
— Veo que le ha gustado — dijo Illa, sonriendo satisfecho.
— Sí, mucho. Creo que ese tango dará mucho que hablar.
CAPÍTULO 3
Eran cerca de las once de la noche cuando salieron del hotel. Antes de despedirse, anduvieron un rato por Corrientes, moviéndose entre la gente que salía a esa hora de los teatros o merodeaba por los cafés y restaurantes de la zona. Los dos amigos hablaron de la pasión tanguera que en los últimos tiempos se había apoderado de Buenos Aires, y Capablanca aprovechó para decir que se sentía entusiasmado por aquel ambiente que se respiraba en la ciudad. Reconoció, además, que aún se hallaba bajo los efectos de La Cumparsita, y se interesó por los entresijos de su origen. Illa le explicó como pudo lo que sabía sobre la historia, que no era mucho, y Capablanca se prometió averiguar un poco más de ella. Siguieron luego hablando de cantantes y compositores, de letras y melodías, de otros mil detalles de aquella música arrabalera que estaba en vías de conquistar el mundo. De ajedrez, sin embargo, hablaron más bien poco. Como si el tema en realidad no le importara tanto, Capablanca apenas lo trajo a colación. Se limitó a responder algunas preguntas de Rolando Illa acerca de la partida del día anterior, pero ya sin mostrar el entusiasmo de antes. Parecía haber pasado página tras su infortunado primer juego. Era como si, una vez perdido con Alekhine y analizado con Rolando Illa, prefiriera olvidarse de todo lo que tuviera relación con él. Al menos por ahora. A juzgar por lo que hablaba, cualquiera hubiera dicho que las milongas y los tangos le resultaban más cercanos que los alfiles y las torres.
Finalmente, Rolando Illa se subió a un tranvía que surgió de alguna calle transversal, y Capablanca se quedó solo entre el gentío, observando la imagen del vagón que se alejaba y tratando de explicarse a sí mismo qué era, en definitiva, lo que le gustaría hacer aquella noche. Quería, ante todo, estar un rato solo, sentirse capaz de dialogar en paz con su conciencia y repasar con calma los acontecimientos de los últimos meses, no sólo la partida con Alekhine. Necesitaba, además, respirar un poco de aire fresco, después de haber pasado varias horas en el ambiente un tanto denso del restaurante. Por todo ello, decidió ir caminando hasta el hotel. Y echó a andar, subiendo siempre la calle Corrientes y observando cómo era el mundo en derredor. Y el mundo, bien mirado, no estaba nada mal. Habría que acercarse a él y conocerlo un poco más de cerca. Pero antes de hacerlo, debía saldar algunas cuentas con su otro yo. Debía, por ejemplo, reconocerse algunas cosas. En primera y contrariamente a lo que había estado aparentando ante Illa, no era del todo cierto que hubiera asimilado la derrota. Le seguía doliendo — vaya si le dolía — , sobre todo por el modo en que había jugado aquella tarde. El suyo había sido un juego indigno del campeón del mundo. Cada vez que recordaba su caótico ir y venir por el tablero, sentía una punzante indignación contra sí mismo. Sabía, no obstante, que aquello era un revés pasajero, que al final ganaría el encuentro con Alekhine y revalidaría el título de campeón del mundo. Creía honradamente que, hoy por hoy, él seguía siendo, pese a todo, el ajedrecista más fuerte del planeta. Lo había demostrado en marzo en Nueva York.
Lo de reunir allí a los maestros más importantes del ajedrez mundial había sido una excelente idea. La idea — suya, para que nadie dudara de su integridad — era tan limpia como sencilla: de aquel grupo de corifeos debía salir el retador al trono. Y en aquel torneo estuvieron los mejores, ciertamente. ¿Qué otra cosa, si no, podía decirse de Marshall, Vidmar, Spieldman, Nimzowitsch y del doctor Alekhine, que quedó, con todo merecimiento, en segundo lugar. Porque el primero, por supuesto, fue para él. ¿Hubiera podido ocurrir de otra manera? No lo sabía, pero, por suerte, no ocurrió. Además, lo más lógico era que ganara el vigente campeón, fuera quien fuera.
Capablanca se alegraba enormemente de su triunfo en Nueva York. Tenía motivos, incluso varios. En primera — y este era el motivo público, el conocido — nadie podría acusarlo de seleccionar a quien más le conviniera para disputarle el cetro. Nunca le pareció elegante la idea de señalar con el dedo a un rival accesible, usando a su favor el poder que le confería el trono del ajedrez mundial. Prefería que lo acusaran de vanidoso — que no lo era — antes de cobarde — que tampoco era. Así, pues, la mejor manera de demostrar quién era el jugador más apto para enfrentarse a él, el mejor de los posibles retadores, era ganando partidas de ajedrez.
El otro motivo — el íntimo y secreto — que tenía para celebrar el torneo de Nueva York, era su deseo de examinarse a sí mismo. Sí, porque en los últimos tiempos había alimentado ciertas dudas sobre su proverbial capacidad para vencer a cualquier contrario que se le enfrentara. No obstante lo impresionante de su récord de los últimos trece años — ciento cincuenta y cuatro victorias en ciento cincuenta y ocho partidas — , en algunas de ellas le había parecido que sus fuerzas flaqueaban. Era como si le costara más trabajo llegar a las cimas de juego que antes alcanzaba sin mayores dificultades. ¿Sería que el nivel de los ajedrecistas estaba subiendo sin que él, José Raúl Capablanca, se hubiera percatado de ello a su debido tiempo? No, no podía ser. ¿O quizás para ganar ya no bastaba con su natural intuición, su casi infinita capacidad para interpretar el juego y tomar sobre la marcha la decisión más acertada? ¿Tal vez su ímpetu juvenil, aquellos fuegos que lo habían acompañado durante tanto tiempo y lo guiaban de victoria en victoria, habían comenzado a apagarse, siguiendo la lógica de que a un despertar temprano corresponde casi siempre un ocaso prematuro?
Porque una cosa era cierta, se sentía más sabio, pero menos fuerte que en tiempos pasados, pasados pero aún recientes. Por suerte, su aplastante victoria en Nueva York lo había tranquilizado, devolviéndole la confianza en sí mismo que siempre lo había hecho sentirse fuerte ante cualquier rival y que ya casi había comenzado a perder. Sí, Nueva York había sido un bálsamo, una cura a tiempo y necesaria.
Mientras se dejaba acariciar por esta idea, echó un vistazo a un café que parecía ocupar toda la planta baja de un inmueble de fachada sobria y patriarcal, enclavado en un cruce de calles. «Café de los Inmortales», leyó en el pórtico y, atraído por lo sorprendente del nombre, atravesó la puerta y accedió al salón. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas, por lo que Capablanca se dirigió a la barra y escogió una banqueta libre, situada entre dos parejas que conversaban respectivamente entre sí. Allí pidió una limonada y se puso a observar el ambiente del lugar. Para su enorme sorpresa, vio que en una de las mesas había dos hombres jugando al ajedrez. Alrededor de ellos se agrupaban los curiosos. Sin poder evitarlo, Capablanca se levantó de su asiento, y, dejando el vaso sobre el mostrador, se acercó a la mesa donde se disputaba el juego. Aún antes de llegar comprendió que se trataba de dos aficionados con muy bajo nivel. De todos modos, se sintió emocionado por algo que bien podía reflejar la repercusión que estaba teniendo en Buenos Aires la competición por el título de campeón mundial de ajedrez. Por lo pronto, ninguno de los allí presentes lo había reconocido, y esto le daba la posibilidad de entretenerse observando el juego de los contendientes. Como suele casi siempre ocurrir, entre los observadores había un individuo cuya conducta lo señalaba como el experto de la comunidad. Sobresalía además por llevarle un pie de estatura a sus compañeros de tertulia, y por el saco que llevaba puesto, un poco largo y deslucido. Pese a ello, de él se desprendía un cierto aire de superioridad. En aquel momento el hombre comentaba las últimas jugadas ejecutadas sobre el tablero. Hablaba en voz baja, aunque perfectamente audible en un metro a la redonda. Capablanca se acercó y lo estuvo oyendo unos instantes. El tipo mezclaba ideas sensatas con disparates que daban ganas de reír. De todos modos, Capablanca se cuidó muy bien de expresar cualquier sentimiento que pudiera ser interpretado como una aprobación o censura suya ante los comentarios del sujeto.
Entonces desvió la vista a un lado y vio que en otra mesa, en el extremo opuesto del salón, jugaban también al ajedrez. Vaya, se dijo, mientras regresaba a su puesto junto a la barra, esto es casi un club. Mientras se sentaba de nuevo en su banqueta, descubrió que el hombre que había tenido por acompañante de la mujer de la derecha se había marchado, y que ahora la dama se volvía hacia él. Hola, dijo ella, al verlo aparecer. Capablanca respondió al saludo y la sonrisa de la desconocida. Entonces la observó mejor. Parecía hija, o a lo sumo nieta, de inmigrantes de algún país de Europa del este. En cualquier caso, algo en ella le recordaba a las muchachas que había conocido en Rusia. Eran los ojos, los mismos ojos de gacela que Martí había descrito al ver los cuadros de algún pintor de ese país. Tenía el pelo claro, y lo llevaba peinado a la moda. Era, además, dueña de un rostro armónico y de un cuerpo esbelto y bien formado. ¿Le gusta el ajedrez?, preguntó la mujer, que había resistido en calma el escrutinio. Sí, un poco, sonrió Capablanca. Ella dejó ver un breve mohín de burla. Sí, ya vi que antes de mirar a nadie, se fue a ver jugar a aquellos zánganos. Claro, dijo él, como usted estaba tan entretenida con el caballero de al lado… Ella volvió a sonreír. Usted no es de aquí, aventuró. Pues no, dijo Capablanca, pero me parece que va a costarle trabajo adivinar de dónde… ¿A mí?, dijo la desconocida, y su fina mano se introdujo en la cartera y sacó una cajetilla de cigarros; enseguida cogió uno para sí y mostró el resto a Capablanca, que declinó la invitación. La mujer encendió y, tras exhalar el humo por sobre la barra, se volvió de nuevo y dijo, sin más prolegómenos: Si le dijera que sé quién es, ¿me lo creería? No creo que hable en serio, replicó él, ciertamente confundido por la posibilidad. Ella sonrió enigmática. ¿Sí? Pues dígame una cosa, ¿no es usted cubano? Capablanca comenzó a inquietarse, aunque, no obstante, movió la cabeza en un gesto de afirmación. ¿Ve cómo puedo adivinar algunas cosas?, dijo la muchacha, que parecía estar pasándosela en grande con la confusión de su interlocutor. Podría decirle incluso a qué se dedica. Él se sorprendió más aún, pero ella, aferrada a su juego, no parecía dispuesta a dejar de incordiar, al ajedrez, amigo mío, usted se dedica al ajedrez; ¿o no? En este punto, Capablanca se dijo para sí que aquello no era del todo ilógico. Había entrado al café y casi al instante se había ido a ver el juego que disputaban dos extraños en un rincón de la sala, lo cual lo delataba como alguien cercano al mundo del ajedrez. Por otra parte, lo del acento cubano tampoco era tan difícil de adivinar. Aunque en Buenos Aires no vivían seguramente tantos cubanos, no era descabellado suponer que los marineros que habían traído la habanera hasta el Río de la Plata se dejaran caer por los bares y cantinas de la ciudad. Y como aquella argentina se le parecía cada vez más a una de esas mujeres que en cualquier plaza portuaria atienden siempre a las delegaciones de ultramar… No, amigo, no; ése no es el camino, sonó alto en sus oídos la voz de la muchacha. ¿Cómo…? Sí, sé lo que está pensando, y se equivoca. Es más, para que no me interprete mal, voy a decirle que yo también soy, de cierto modo, una aficionada al ajedrez. Por eso lo conozco bien, señor Capablanca, José Raúl Capablanca y Graupera, ¿no era ése su segundo apellido? Capablanca recibió aquella declaración como si hubiera sido la caída de un trueno. Miró de frente, seriamente, a la muchacha, y vio que ella se estaba divirtiendo lo suyo. Veo que disfruta mucho con su propio chiste, le dijo, sin poder evitar el tono sarcástico. Puede ser, concedió ella, pero eso es para que vea que siempre se puede aprender algo, y no sólo en ajedrez. Bueno, disculpe, dijo él, de vuelta ya hacia el dominio de sus emociones, de verdad que no he querido ofenderla en nada… No, lo interrumpió ella, si no lo ha hecho. Yo lo único que quería decirle es que, cuando se sentó a mi lado, lo reconocí inmediatamente. Si pensaba que podía pasearse de incógnito por Buenos Aires, debo decirle que no siempre podrá hacerlo. Yo, por ejemplo, estuve ayer en el Club Argentino de Ajedrez… entre el público, naturalmente. Por eso no me extrañó cuando lo vi salir como una bala para allá — y señaló la mesa donde jugaban al ajedrez. Entonces la muchacha extendió su mano a la altura de su pecho, Marina Lemm, para servirle, porteña de buena familia, que se sepa, y aficionada a los grandes maestros de ajedrez. Al oírla hablar de aquel modo, Capablanca sintió cierta confusión, y ella se apresuró a sonreír. Era una broma, hombre, ¿o es que los cubanos no tienen sentido del humor? Sí, claro, dijo él, estrechando la mano de la mujer, mucho gusto. ¿Y el señor…? Fue al baño, explicó ella, pero regresa enseguida. Es mi marido. ¡Ah!, dijo Capablanca, y la muchacha continuó: No se preocupe, no pasa nada. Y algo muy importante: quisiera expresarle mi admiración y brindarle todo mi apoyo, aunque no lo va a necesitar; sé que ganará las partidas restantes. Gracias, pero ¿de verdad es aficionada al ajedrez? Un poco, dijo Marina, bueno, un poco menos que poco. En realidad soy periodista; trabajo en una revista de la ciudad. Y usted, claro, es un personaje famoso que nos visita en el marco de un evento muy importante para Buenos Aires. En fin, que el colega que debía escribir sobre esto se puso enfermo de repente y me encomendaran a mí cubrir la inauguración. Escribí la nota, que tampoco se recrea demasiado en los detalles del juego, y creo que ahí termina mi participación. La próxima vez será mi compañero quien se encargará de ustedes. ¡Qué interesante!, dijo Capablanca, sinceramente sorprendido por la coincidencia.
— Buenas noches — dijeron de repente a sus espaldas — . La mujer se volvió sonriente, y Capablanca vio, de pie a su lado, al hombre que la había acompañado antes en aquel sitio, es decir, al marido.
— Buenas noches — respondió, sonriendo también.
Entonces pensó que la muchacha haría las presentaciones pertinentes; pero ella, en lugar de hacerlo, retomó la charla con el marido, que se había vuelto a encaramar en la banqueta y libaba de nuevo de su vaso. Contrariamente a lo que Capablanca esperaba, la mujer no habló casi nada más con él. Sólo de vez en cuando se volvía y le guiñaba un ojo o le dedicaba una media sonrisa. Así las cosas, estuvo un buen rato tratando inútilmente de desentrañar el misterio que rodeaba a la muchacha. De repente, los integrantes de la pareja se pusieron de pie y, despidiéndose ambos con un «buenas noches», se alejaron en dirección a la puerta. Bueno, mejor así, se dijo Capablanca, al diablo. Sin embargo, aún no había salido de su perplejidad, cuando la vio detenerse junto a la puerta de salida y dedicarle una fugaz mirada. Y enseguida, tras susurrar algo al oído del marido, se encaminó hacia el sitio donde había estado sentada. Entretanto, el hombre había salido del café. Al llegar junto a Capablanca, la mujer mostró una nueva sonrisa, esta vez sí esplendorosa, y dijo:
— ¿Pensaba que iba a dejarlo así no más, plantado? Pues no. Me gustaría volver a verlo. Mire — y extendiéndole una pequeña tarjeta, agregó — . Es el número de mi teléfono. Llámeme si puede, mejor durante el día. Adiós, señor Capablanca.
— Adiós, Marina — respondió él, aún sin dar crédito a la extraña aventura que había acabado de vivir. ¿O no sería mejor decir: que acababa de empezar a vivir?
CAPÍTULO 4
La mañana siguiente Capablanca se levantó cerca del mediodía y, tras tomar una ducha fría y afeitarse cuidadosamente, se puso un traje fresco y bajó a desayunar a la cafetería del hotel. Luego pasó por la recepción para enviar un telegrama a Cuba. Quería dar a su mujer la dirección y demás datos de su hospedaje y decirle que se encontraba bien, a pesar del contratiempo de la primera partida. En la carpeta preguntó si podían ayudarlo en la gestión. Claro que podían, contestó el empleado que, junto con el modelo impreso para telegramas, le entregó una pequeña nota con un mensaje que alguien le había dejado allí. Antes de ponerse a escribir el texto de su propio mensaje, Capablanca leyó la nota. Estaba escrita por Roberto Grau, que había pasado a verlo porque, según decía, quería hablar con él. Como no era nada urgente, no había querido molestarlo. Finalmente, le dejaba su número de teléfono para que lo llamara si podía. Capablanca se tomó unos segundos para considerar la situación. Por una parte, no tenía muchas ganas de comenzar el día hablando con Grau, que, como quiera que fuese, era el asistente de Alekhine, con todo lo que esto conllevaba. Sin embargo Grau era desde hacía dos años el campeón de ajedrez de la Argentina y, al mismo tiempo, uno de los colegas que más habían luchado porque el encuentro se realizara en Buenos Aires, y no debía — ni quería — ser descortés con él. Además, aunque no podía considerarlo un verdadero amigo suyo, Roberto Grau era una persona fina y educada que siempre le había mostrado aprecio y buena voluntad. No, no podía dejar de contestarle, así que decidió llamarlo en cuanto despachara el telegrama a su mujer.
Cuando estuvo listo, entregó al carpetero el modelo impreso con el texto de su mensaje escrito, y le dictó el número de Grau, pidiéndole que lo ayudara a establecer la comunicación. El hombre se encargó de hacerlo y, tras unos instantes, le señaló un aparato que había sobre una mesita situada en un ángulo apartado del vestíbulo. Capablanca fue hasta el lugar y levantó el auricular, al tiempo que se sentaba en una butaca aledaña. Enseguida se oyó la voz de Roberto Grau desde el otro lado del hilo. Quería decirle que la tarde anterior lo había estado buscando para saludarlo y expresarle su solidaridad; pero no lo había encontrado. Cuando preguntó por él, le informaron que ya se había marchado. Capablanca recordaba cómo, al final de la partida, Grau se había apresurado a acercarse a Alekhine para felicitarlo. Él no lo había visto mal. Era la cosa más natural del mundo, dada su condición de asistente del maestro ruso, y el hecho en sí no constituía ningún problema. Cada cual estaba en su derecho de sumarse al bando que mejor le pareciera. Pero se militaba en uno u otro bando, no en los dos… Sin embargo, en lugar de responderle con estas ideas, Capablanca le dio las gracias por su apoyo y le dijo que no se preocupara por eso. Por lo visto, el encuentro iba a resultar muy largo, y ya tendrían tiempo para hablar sobre cualquier asunto. Grau guardó unos instantes de silencio y luego propuso que almorzaran juntos esa tarde. Así podrían conversar con más tranquilidad, agregó. Capablanca se lo pensó muy rápido. Pese a su trabajo como asistente de Alekhine, Grau presumía de equidistancia en su amistad con ambos contendientes, cosa que a él, Capablanca, le costaba muchísimo creer. En cualquier caso, seguía sin tener deseos de «conversar con tranquilidad» con la persona encargada de asistir técnicamente a su rival en el encuentro y que, además, iba a comentar sus partidas en un diario tan importante como era La Nación. No obstante, volvió a decirse que no sería correcto negarse a compartir un almuerzo con él. En fin, le dijo que sí, aunque aclarándole que sería él, Capablanca, quien invitaría esta vez. Grau aceptó a regañadientes, y quedaron en verse a las dos en el vestíbulo del hotel. Luego Capablanca colgó y salió a dar una vuelta por el barrio.
Ya en la calle, cayó en cuenta de que realmente no tenía ni idea de adónde quería ir. Además, a primera hora de la mañana había lloviznado y el asfalto se mantenía húmedo, al igual que el aire, que se sentía ligeramente frío. Por todo ello, después de andar un rato sin rumbo fijo por la zona, Capablanca se dijo que era mejor regresar a casa y aprovechar el tiempo escribiendo los comentarios que debía enviar al diario Crítica. Luego le propondría a Grau almorzar allí mismo en el restaurante del hotel.
La redacción de la crónica sobre su derrota no le tomó demasiado tiempo, dado que ya había analizado el juego la noche anterior con Rolando Illa. Así y todo, cuando lo llamaron desde la recepción para decirle que Grau estaba esperando abajo, Capablanca recién acababa de revisar el artículo. De manera que antes de salir apenas tuvo tiempo de meter las hojas escritas en un sobre, escribir sobre éste la dirección de Crítica y coger el paquete para enviarlo más tarde a la redacción del periódico.
Roberto Grau lo esperaba sentado en una butaca, hojeando un periódico. Al verlo llegar, se levantó sonriente y se dirigió a su encuentro. Los dos hombres se saludaron en medio del lobby con un fuerte apretón de manos y se dirigieron juntos al restaurante, que estaba en la planta baja del hotel. Al pasar junto a la recepción, Capablanca le mostró al empleado el sobre que llevaba en la mano, y le preguntó si podía encargarse de hacerlo llegar al destinatario que estaba escrito allí. El individuo cogió el sobre y asintió con una sonrisa. Después los colegas siguieron su camino al restaurante y se sentaron a una de las mesas.
Aunque se habían visto varias veces en los últimos días, ésta era la primera ocasión en que tenían la oportunidad de conversar «con tranquilidad», como deseaba Grau. Y, realmente, podían hablar de muchos temas, descontando, claro, su encuentro con Alekhine. Uno de los más interesantes era, sin duda, la participación argentina en el Torneo de las Naciones que había tenido lugar en agosto de ese año en Londres. Como Capablanca no solía estudiar las partidas de otros ajedrecistas, no podía valorar en detalle el desempeño de Grau en la competición. Sí conocía, en cambio, su trayectoria general en el evento. Por eso no quiso mencionar sus partidas con Thomas o Reti — que terminaron en derrotas — , aunque sí le preguntó por las tablas que había hecho con Euwe y Tarrash, jugadores de gran prestigio en el plano internacional. Y, claro, también propició la oportunidad para que Grau le hablara de sus triunfos ante el ajedrecista español Golmayo o el maestro sueco Nilsson. El argentino le relató los pormenores de algunas de estas y otras partidas suyas, aunque también le contó varias anécdotas sobre el torneo en general. Grau era un excelente conversador, con un sentido del humor y una energía dignos de envidiar. Según lo oía hablar, a Capablanca le parecía ver los entresijos y meandros de la competición, cuyas claras imágenes se reproducían en aquel momento frente a él gracias al arte innato de Roberto Grau para narrar historias.
De manera que aquella tarde el cubano se limitó prácticamente a escuchar — eso sí, con sumo interés — el relato del colega argentino sobre el Torneo de Londres. Lástima que, a no ser que mintiera o pecara de cínico, no podía elogiar el papel de la Argentina en el evento, ya que, en conjunto, el país había ocupado el puesto doce de la tabla. Prefirió, por tanto, ponderar los méritos personales de Grau y celebrar los de Hungría como equipo ganador de la gesta, destacando el altísimo nivel que en los últimos tiempos exhibía el ajedrez magyar y, sobre todo, su primer tablero, el gran Maroszy. Sabiendo que Grau había sido derrotado por el maestro húngaro, Capablanca afirmó de manera categórica que cualquiera podía perder fácilmente una partida ante él.
Aparte de la participación argentina en el Torneo de las Naciones, repasaron el panorama general del ajedrez mundial. Y hablaron de su enorme auge en la región del Plata, y de los nuevos valores que despuntaban por entonces en el país. Capablanca dijo que era muy grato oír hablar de ellos. Estaba seguro de que algunos llegarían muy lejos en el plano internacional. El mismo Grau, por ejemplo, era uno de ellos. Un jugador de sólo veintisiete años que se batía de tú a tú con los maestros del viejo continente era un activo del que cualquier país podía sentirse satisfecho. Me elogia usted inmerecidamente, lo interrumpió Grau — sin poder ocultar el placer que le causaba el halago — , me falta mucho para estar a la altura. No lo crea, replicó Capablanca, usted ya es uno de los grandes. Vamos, amigo, comenzó Grau, mirándolo a los ojos, usted sabe bien que el único jugador de habla hispana que en hoy en día puede codearse con esos maestros es José Raúl Capablanca, el actual campeón del mundo.
Capablanca trató de descifrar la mirada del argentino. ¿Habría algún mensaje escondido en el término «actual»? ¿No excluía acaso éste el concepto de futuro? ¿O era sincero Grau? ¿Sentía en realidad lo que decía? Le pareció que sí, y sonrió complacido por las palabras de su interlocutor. Él, por su parte, de verdad creía que Grau ya estaba entre los grandes. En algo se parecía a él mismo: jugaba como le dictaba el corazón. Conocía la fuerza de su ajedrez, natural y espontáneo, y la profundidad con que solía analizar el juego de los demás maestros. Aún era demasiado joven para ser un teórico; pero algún día lo sería. Estaba seguro. Además, había algo de precursor en él. La Argentina, de verdad, podía considerarse dichosa de contar con un ajedrecista como Roberto Grau.
Se despidieron esa tarde con otro apretón de manos. Cuando se quedó solo en el lobby del hotel, Capablanca se sentó en la butaca desde la que había hablado por teléfono con Grau. Muy cerca de él, a un costado, le quedaba el aparato… De repente, metió la mano en el bolsillo del saco, extrajo la cartera y buscó la tarjeta que le había dado la periodista — ¿cómo era que se llamaba? No recordaba. Buscó y buscó. Por fin, cuando tuvo la pequeña cartulina en la mano, pudo leer el nombre: sí, Marina, Marina Lemm, un apellido raro, sin duda; vio también su dirección …, y su teléfono. Se quedó un rato observando el número, sin saber qué hacer con todo aquello. ¿Llamarla? Aún era temprano, y ella había dicho que la llamara durante el día. ¿Qué hacer? De repente, obedeciendo a un impulso inexplicable, levantó el auricular y, al escuchar la voz de la operadora, le dictó el número que aparecía en la tarjeta.
Hoy juegan de nuevo y tú, lleno de alegría, te acercas a la mesa y te pones a mirar el juego. Sobre el tablero hay muchas piezas, blancas y negras, alineadas en dos bandos contrarios. Igual que en una guerra con soldados de plomo. Sólo que aquí las pequeñas piezas de madera no pueden moverse libremente. Cada una lo hace a su manera, según determinadas reglas. Pero, al final, buscan lo mismo: luchar y ganar, ver cuál de los bandos puede más. Y como casi siempre ocurre, gana el que es más fuerte. Esta vez tu padre juega con las negras. El señor que se enfrenta a él es un amigo suyo, puede que compañero de trabajo. Viene con frecuencia a casa. Es un hombre serio, de bigote enorme y espejuelos de cristales cuadrados, montados al aire. Hoy viste una chaqueta negra y un chaleco del que sobresale la cadena del reloj. Aunque son amigos, ahora no lo parecen. Están sentados uno frente al otro, tan concentrados en el juego que ni siquiera prestan atención a tu llegada. Tú observas el tablero, la posición de las figuras… De repente, tu padre mueve una de sus fichas y, acto seguido, levanta la vista y nota tu presencia. Entonces te mira y sonríe satisfecho. Su amigo, mientras tanto, piensa y piensa. Notas que no sabe qué es lo que debe hacer para contrarrestar la jugada de tu padre. Tú ves las piezas casi a la altura de tus ojos. Te habría gustado poder subirte a una banqueta, a un mueble cualquiera que te permitiera apreciar mejor los movimientos de aquellas misteriosas figuras que casi cada tarde se enfrentan sobre el tablero de tu padre. Pero hoy ha ocurrido algo que no esperabas: tu padre ha hecho una trampa. Sí, ha movido el caballo de un modo diferente a la manera en que siempre has visto caminar al animal. Ésa es, precisamente, la jugada que acaba de realizar y tras la cual te ha mirado con esa sonrisa socarrona que enseña cuando se siente satisfecho. ¿Y por qué ha de sentirse satisfecho si ha engañado al amigo que juega con él? ¿No te han dicho siempre tus padres que no está bien engañar a tus hermanos o a ellos mismos? ¿Cómo puede tu padre enseñarte algo que él personalmente no practica? Y lo más interesante: el hombre no ha notado la trampa. Casi no puedes creerlo, y te levantas sobre las puntillas de los pies para ver un poco mejor lo que ocurre en el tablero. Y ocurren varias cosas. En primera, al amigo de tu padre no le basta con ser tan entretenido que no ve la trampa, sino que, además, juega y se equivoca. Tú no lo hubieras hecho así. El hombre no sabe contrarrestar el efecto de la jugada, y tu padre vuelve a mover ficha, y ahora ataca y arrincona a su contrario, que tras varias jugadas que a ti te parecen muy tontas, no tiene más remedio que rendirse. Entonces los adversarios se dan la mano y van a sentarse en la sala para tomar café y fumar. Tú te quedas mirando el tablero, tal como lo han dejado; reconstruyes a tu manera el juego y vuelves a ver la jugada deshonesta de tu padre. Sí, ha movido el caballo de un modo diferente al que lo has visto hacerlo siempre. No está bien que haya engañado a su amigo, aunque fuera su rival en el juego.
Más tarde, cuando el señor se va, te acercas a tu padre y lo acusas de haber actuado mal. Has hecho trampas papá, dices, no sin temor a ser enviado de castigo al desván, le hiciste trampa al hombre, que yo lo vi. Al principio él se indigna, ¿qué dices, niño? Tu padre no hace trampas. ¿No ves que soy una persona legal? Y te echa en cara tu desconocimiento del juego. Esto es cosa de personas mayores, insiste, y aun así, hay mucha gente que ni siquiera puede comprenderlo. Pero yo, padre…, tratas de sacarlo de su error. Nada, hijo, dice él, como para terminar la discusión, ¿por qué mejor no te vas a jugar con tus hermanos? Te da rabia que no te crea, pero los mayores son así. Tú insistes, no obstante, seguro de lo que dices: hoy le ganaste a ese hombre haciéndole una trampa. ¿De dónde sabes tú, pequeño justiciero, cómo se mueven las piezas del ajedrez? Yo sé jugar, revelas; he aprendido mirando cómo juegas con tus amigos. Entonces tu padre detiene su pelea, como si hubiera entendido de repente lo que hace rato estás tratando de explicarle. Ves que la noticia lo ha sorprendido de verdad. ¿Cómo dices? Sí, repites, puedo jugar a eso. ¿Dices que tú, un chiquillo que todavía no sabe leer ni escribir…? Tu padre se interrumpe, mira hacia el tablero y luego parece medir con la vista la altura de tus cuatro años. Finalmente, te pone la mano en la cabeza. ¿Has dicho que sabes mover las fichas? Sé jugar, padre, lo corriges, no sólo mover fichas. Tu padre señala hacia la mesa, ¿por qué afirmas que hice trampa? Porque la hiciste, que yo la vi. ¿Cuándo?, insiste él, ¿podrías demostrármelo? Sí puedo, dices tú, acercándote al tablero. Y como desde tu estatura no puedes ver bien el conjunto de las piezas, te trepas a la silla que ocupó durante el juego el contrincante de tu padre. Él vuelve a colocarse en su sitio y entonces tú, ante su incrédula mirada, reconstruyes la partida hasta el punto en que se encontraba cuando movió el caballo de manera incorrecta. ¿Ves?, le dices, aquí fue; e inmediatamente repites la jugada del amigo de tu padre; y luego la siguiente de éste, y así hasta el final. Tu padre te mira boquiabierto. Sí, hijo, tienes razón; pero créeme que no fue intencional. Ni él ni yo somos muy buenos en esto. Por eso ninguno de nosotros se dio cuenta. Por cierto, ¿te atreverías a echar una partida conmigo? Tu padre casi no se sorprende cuando le dices que sí, que eso es lo que más querrías en el mundo, que te gane; pero que te enseñe todo lo que sabe, aunque no sepa mucho. Así que, de rodillas sobre la silla que había estado ocupando el amigo de tu padre, te enfrentas a él en la primera partida de tu vida. Mueves fichas, y sientes que lo haces con placer, pero también con convicción, como si fueras una persona mayor y durante toda tu vida hubieras practicado aquel extraño juego de combatientes enfrentados, matando y eliminando al adversario sin compasión alguna. Juegas y juegas…, hasta que, pasado no sabes qué tiempo, ves el rostro de tu padre contraerse en una mueca que encierra a un tiempo disgusto, sorpresa y admiración por ti, por su pequeño hijo, que ha ganado la primera partida de su vida, precisamente ante su padre.
CAPÍTULO 5
Nada más atravesar la verja se fijó en un Rambler descapotable de 1925 que era, con diferencia, el mejor y más deslumbrante de los coches que se alineaban en el parking frente a la oficina de la agencia. Lo conocía bien porque había manejado uno igual en Nueva York. Tenía la forma estilizada de un cisne y el empuje y la velocidad de un ave de presa en pleno vuelo. Se decidió por él y firmó un contrato por una semana, con posibilidad de renovación y descuentos por kilómetro recorrido. Allí mismo compró un mapa de la ciudad y otro de la provincia de Buenos Aires, por si en algún momento tuviera la necesidad o el deseo de viajar por la región. Luego, cuando salió conduciendo su esplendente luciérnaga, no se dirigió al hotel, en donde tenía previsto encontrarse con la muchacha, sino que recorrió durante un rato las calles de la ciudad, que ahora parecía transformarse continuamente ante sus ojos. Sentado al volante, inmerso en el tráfico de sus avenidas y con el aire del anochecer batiéndole la frente, Capablanca sentía que la enorme urbe se le había vuelto de repente más pequeña y manejable. Cuando aparcó por fin en las inmediaciones del hotel, en una estrecha calle de Recoleta, ya la noche de domingo se cernía sobre la ciudad, poniendo un halo de misterio sobre las casas y las calles del viejo Buenos Aires.
Ella había llegado a la hora señalada, un poco antes que él. Traía puesto un traje azul de chaqueta y falda ancha, y llevaba un pequeño sombrero que parecía una cofia de enfermera y dejaba al descubierto buena parte de su cabello rubio. Allí, en el vestíbulo del hotel, a la luz de la enorme araña del techo, la muchacha parecía aún más joven y hermosa que la noche anterior. Al verlo, ella se levantó del asiento que ocupaba — casualmente, el mismo desde el que él la había llamado esa tarde — y vino a su encuentro con una expresión en el rostro que, pese a ser alegre, evidenciaba cierto nerviosismo.
— Hola, señor Capablanca. ¿Llega siempre tan puntual a las citas con sus admiradoras?
Sin poder evitar la sorpresa por la pregunta, él echó un vistazo a su muñeca.
— No, no siempre. Sólo cuando me interesa mucho la persona que espera. ¿Podemos sentarnos?
Mientras lo hacían, ella lo miró asombrada, sin saber por lo visto cómo tomar la respuesta del recién llegado. Finalmente, le sonrió complacida.
— Muy gracioso. Pero la culpa es mía. Creo que he venido demasiado temprano.
— Si quiere, podemos compartirla. Por lo que a mí me toca, acabo de alquilar un coche y no pude resistirme a la idea de dar una vuelta por las calles de Buenos Aires.
— ¿Sabe ya orientarse en ellas?
— No mucho. Precisamente por eso llegué tarde. La ciudad es enorme y yo todavía no la conozco bien. No me ha dado tiempo.
— Tampoco es un monstruo. Cómprese un plano y verá cómo se la aprende en unos días.
— Ya tengo uno. Por cierto, ¿me perdonaría la tardanza si la invito a tomar algo en el bar?
La muchacha ladeó el rostro y dejó ver una sonrisa que afectaba recelo.
— Depende de cómo se comporte.
Él se levantó del asiento y le tendió la mano, al tiempo que decía, siempre medio en broma:
— Yo soy un caballero, señora.
Y la tomó del brazo para conducirla en dirección al bar, que se encontraba en otro ángulo del vestíbulo, a algunos metros de distancia.
— Gracias — respondió Marina, y se dejó llevar.
Se sentaron en un rincón y pidieron de beber, ella un vermouth y él un refresco de cola. Cuando el camarero se alejó, Marina preguntó a Capablanca si no le gustaban las bebidas alcohólicas. La noche anterior había tomado sólo limonada… Él la interrumpió, sin dejar de lado cierto tono jocoso.
— Cualquiera diría que he estado siempre controlado. Desde el primer momento.
La muchacha se llevó la mano a la boca, como si tratara de contener la risa.
— ¡No, por favor! ¿Cómo se le ocurre? Desde luego que no. Pero es algo que llama la atención. Y hablando de Buenos Aires, ¿qué es lo que más le gusta?
— El tango, el ambiente que se respira aquí. Me encantaría conocerlo mejor, aunque tal vez no llegue a hacerlo. Desgraciadamente, apenas sé andar por la ciudad.
— Veo que necesita alguien que lo ayude en eso, una especie de guía, ¿no?
— Sería fantástico; pero no sé… Por cierto, ¿no podría ser usted?
— Quizás. Bueno, sí, podría; aunque, eso sí, con una condición.
— Usted dirá…
— De eso se trata, precisamente: basta ya de «usted» — y elevando ligeramente la voz, como si le riñera, agregó — : Si no me tratás de vos, pues no podré hacerte de guía.
Capablanca sonrió divertido, sobre todo porque era la primera vez que alguien se dirigía a él usando el voseo porteño.
— De «vos» no puedo, seguro. Pero me encantaría poder decirte «tú».
— Son equivalentes; la relación es la misma.
— Bueno, pues ya está hecho, Marina; te trataré de tú. ¿Qué tal te suena?
— Suena mucho mejor, señor Capablanca.
— Me alegro; pero si me vas a tratar de vos, será mejor que dejes eso de «señor Capablanca» y me digas José Raúl. O Capa, como casi todos mis amigos.
— Me gusta más «Capa». Voy a llamarte así.
— Perfecto. Es más, me agradaría que fuéramos amigos, que me consideraras, pues eso, un amigo tuyo.
— Pues yo, encantada — dijo la muchacha, tendiéndole su mano por sobre la mesa. Él alargó las dos suyas y la tomó entre ellas, acariciándola un instante, hasta que Marina reaccionó y, delicada pero firmemente, la retiró de nuevo. A Capablanca le pareció que la pequeña mano hervía.
— Oye, ¿sabes, por casualidad, dónde está El Café de los Angelitos? — dijo entonces.
— Claro, y no por casualidad. Es el sitio preferido de Gardel. Siempre está ahí.
— ¿Canta en ese café?
— No, ahora no está cantando en ningún sitio. Es decir, no canta en público. Está grabando. Se pasa el día en el estudio, y cuando va a Los Angelitos es para cenar. Casi siempre tarde.
— ¿Cómo sabes todo eso?
— Porque mi marido es quien le paga.
Capablanca sacudió la cabeza, sorprendido.
— No me digas. ¿Podrías explicármelo mejor?
— No tiene mucha ciencia. Mi esposo es el director de los estudios Odeón en La Argentina. Todos los cantantes quieren grabar con él. Quieren vender discos y ganar mucha plata. Así de simple.
— ¿Dónde está tu esposo ahora?
— De viaje. Va a estar unos días por el interior. ¿Y vos, lo querés conocer a Gardel?
— Sí, me gustaría conocerlo. Creo que es el mejor cantor de tangos. Es muy conocido fuera de la Argentina, ¿sabes?
— Vos también sos muy conocido. Más que Gardel, incluso.
— ¿Tú crees?
— Pues claro. A vos todo el mundo te conoce en todos los países. Actualmente hay como una fiebre de ajedrez por todas partes. Cuando me preparaba para ir a cubrir tu encuentro leí en algún lugar que vos no sos conocido por el ajedrez, sino que es al revés: es el ajedrez el que es mundialmente conocido gracias a vos. Algo de eso decía.
— Si sigues hablando así, me voy a poner colorado.
— Sabés que es verdad. No te hagas el modesto. Por cierto, ¿tenés algún disco suyo?
— ¿De Gardel? Sí, tengo varios. Cuando me encuentro alguno nuevo, lo compro y me lo llevo a casa. Siempre me ha interesado mucho la música.
— ¿Música o ajedrez? ¿Cuál de las dos cosas preferís?
— Ésa no es una buena pregunta. Son cosas diferentes. El ajedrez es mi carrera. Vivo de él y le dedico todo mi tiempo de trabajo. Lo hago lo mejor que puedo, y creo que bastante bien, modestia aparte. Pero, aparte del trabajo de cada cual, hay otras cosas en la vida, cosas que disfrutas y que te ayudan a vivir y ser feliz. En mi caso, la música es una de ellas.
— ¿Disfrutás mucho con ella?
— Sí, mucho, con la música en general. Pero con el tango es diferente. El tango no sólo se disfruta. No sé lo que tendrá, pero a mí me apasiona.
La muchacha estaba radiante.
— A mí me pasa igual — dijo con vehemencia — . Es que el tango es pasión; una pasión capaz de llegarte a lo más hondo y estremecerte el alma.
Esta vez Capablanca no replicó enseguida. La miró a los ojos y estuvo un rato así, contemplándola en silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo para decir que era verdad, que el tango era pasión. Quizás fuera por la mezcla de ritmos y de sangres que estaba en la base de su origen, o tal vez esto se debía a los instrumentos con que se tocaba, venidos de diferentes partes del mundo; o quién sabía si al alma de la gente que lo componía, o a la de aquellos que lo interpretaban. Anoche mismo, sin ir más lejos, él se había sentido estremecer, como ella había dicho, con la música de un tango que había oído tocar en el restaurante donde cenaba. Y trató de describirle los sentimientos que le provocó la interpretación del trío del hotel Regina. Como no pudo hacerlo, terminó diciéndole que aquel tango le había erizado hasta los últimos pelos del cuerpo. Ella lo oyó, risueña y satisfecha.
— ¿Recordás cómo se llama la pieza?
— Sí, claro, se llama La Cumparsita. Por cierto, Illa me contó algo de su historia; pero me pareció un poco confusa, y la verdad es que no entendí mucho de ella. Creo que él no sabía demasiado. Quizás tú puedas contarme un poco más.
— A mí también me gusta mucho ese tango. Creo que en el futuro ése será «el tango». Pero es cierto que su historia es un poco oscura. De entrada, el autor no es argentino. Es uruguayo y se llama Gerardo Matos Rodríguez. Se dice que Matos lo escribió en 1916 para los carnavales de Montevideo, y que se lo dio a Roberto Firpo para el arreglo y la interpretación. Aunque no está muy claro el año en que ocurrió eso. Hay quien afirma que fue en el 17. Dicen que Firpo rescribió la música y luego estrenó el tango con su orquesta en el Café La Giralda, de Montevideo. Pero hay otras versiones diferentes acerca de quién fue el primero en grabarlo y con qué firma.
— ¿No tiene letra?
— Sí tiene, y demasiadas. Ése es otro de los problemas, el gran problema, diría yo. En estos momentos está en litigio, pendiente de los tribunales. Hace unos años, creo que en el 24, dos compositores argentinos, Contursi y Maroni, escribieron una letra a la música de ese tango y le pusieron de nombre Si supieras. Pero lo hicieron sin la autorización de Matos, que montó en cólera y escribió su propia su letra. Creo que la publicó y que algunos cantantes la han interpretado y grabado en algún sitio. Pero lo cierto es que la canción, que ya estaba casi olvidada, ha cobrado nueva vida con la letra de estos dos músicos argentinos. Es la más conocida, la que todo el mundo tararea. Y la que canta Gardel, por cierto. Los versos de Si supieras no tienen nada que ver con la letra de Matos. Pero es La Cumparsita, ¿me entendés?
Cómo no la iba a entender, si hablaba como los ángeles, si era un ángel toda ella, un ángel rubio con rostro de chiquilla, que se expresaba, además, con una voz profunda y clara, matizada por la suave cadencia rioplatense. Él asintió sonriente. De pronto comprendió que había pasado el tiempo. ¿Cuánto? No tenía idea. ¿Desde qué hora estaban allí, sentados en el bar? Tampoco sabía. Entonces le preguntó si no tenía hambre, y al ver la respuesta afirmativa en su mirada le propuso ir a cenar en algún sitio fuera. Ella dijo que le parecía bien, y Capablanca llamó al mozo y pagó la cuenta. Luego se levantaron y salieron del bar. Cuando abandonaron el hotel eran las nueve de la noche. Unos minutos más tarde caminaban hacia el sitio donde había quedado el coche. Al llegar, Capablanca señaló hacia el vehículo y preguntó:
— ¿Y a eso cómo le dicen ustedes?
— Aquí decimos «auto». Y ustedes, carro, ¿no?
— Yo digo casi siempre carro, por la influencia americana. Pero en Cuba se usa la palabra «máquina». No sé por qué razón, pero allá dicen así.
— Me gusta mucho tu «máquina».
— Deja que veas cómo anda — le dijo Capablanca, abriéndole la puerta. Ella dijo «gracias» y ocupó el asiento del pasajero. Luego él dio la vuelta, se sentó al volante y puso en marcha el vehículo, que se deslizó suavemente sobre los adoquines de la calle. Al llegar a la esquina, se detuvo un instante, antes de incorporarse al flujo que transitaba por la avenida.
— ¿Adónde pensás ir? — preguntó entonces Marina.
Capablanca se encogió de hombros. Adonde ella dijera, como si quieres llegar al fin del mundo, bromeó. No, gracias, todavía no estoy interesada en ese viaje, replicó la muchacha, en el mismo tono. Mientras el coche se desplazaba por la avenida, él le confesó que no tenía una idea muy clara de los lugares interesantes de Buenos Aires. La ciudad, además, había cambiado mucho desde la última ocasión que había estado allí, hacía nada menos que catorce años, cuando ella, seguramente, era todavía una chiquilla. Marina quiso protestar, pero él no la dejó. Sabía, por ejemplo, que la zona de la costanera sur había sido transformada en una hermosa playa…
— Sería buena idea, si fuera de día. Pero vos sos un poco pícaro — dijo la muchacha con acento alegre — , creo que sabés más de lo que aparentás.
Capablanca la miró de reojo. Se había quitado el sombrero por temor a que se lo llevara el aire y, con la ayuda de las manos, trataba de mantener el orden en su peinado.
— No es verdad. Hay muchas cosas que no conozco y que me imagino deben de ser muy interesantes.
Ella lo miró desafiante.
— ¿Como cuáles?
— ¿Ves? — dijo él divertido — . Me has puesto en un aprieto.
— Sí, sos un pícaro; pícaro y peligroso.
A Capablanca le pareció que era mejor cambiar la conversación y comentó:
— Me habías dicho que tenías hambre, ¿no?
— Igual que vos.
Así las cosas, había que ir a cenar a algún lugar. Y, como no podía ser de otra manera, el primero de todos los lugares posibles vino a ser El Café de los Angelitos, que fue, por supuesto, el lugar elegido. De modo que, sin demorarse en discutirlo, acordaron llegarse hasta él y ver qué había por allí.
CAPÍTULO 6
La muchacha apareció primero. Surgió de entre la sombra con el halo de luz y permaneció un instante inmóvil, plantada en medio del salón y dando la espalda a la mayoría de las mesas. Llevaba el pelo negro recogido sobre la nuca y un vestido bermellón que le ceñía las caderas y caía suelto hasta más allá de las rodillas. Los zapatos, de tacón alto, eran también rojos. Pronto sonaron los primeros acordes provenientes del piano, y su cuerpo comenzó a ondular como un campo de trigo frente al viento. Enseguida entró la guitarra y se oyó la voz del bandoneón. Ella elevó un brazo, y luego el otro, hendiendo el aire con sus manos y dedos, mientras se dejaba llevar por las progresiones del violín, que parecía gobernar toda su anatomía. Según la música subía en el aire del local, la muchacha agitaba las caderas en un incitante y sinuoso movimiento de rotación, al tiempo que deslizaba suavemente un pie tras otro sobre el piso, dibujando imaginarios círculos con ellos. Su manera de moverse estaba llena de sensualidad. Bailaba como si flotara sobre las notas que llegaban en oleadas desde el estrado de los músicos, y se veía que disfrutaba haciéndolo. Capablanca no había presenciado nunca un espectáculo semejante, ni siquiera en sus anteriores visitas al país. En cualquier caso, el hecho de ver a aquella mujer moviendo brazos, manos y cintura en el único punto iluminado del salón, le producía un enorme placer estético.
Muy pronto entró en escena el muchacho, que iba vestido de negro, incluido el sombrero y los zapatos de charol. Lucía bigote y llevaba el pelo liso, con la raya a la izquierda y profusamente engominado. Al verlo aparecer, la muchacha retrocedió unos pasos, como si se pusiera en guardia. Parecía recelosa. Entonces él le tendió la mano y ella, sin dejar de marcar el compás de la música, dio algunos pasos hacia su compañero y se dejó tomar en los brazos del hombre para seguir bailando juntos. Capablanca los miraba arrobado. Y Marina lo miraba a él, entre arrobada y suspicaz.
— ¿Te gusta?
— Es un placer verlos bailar.
— Sí, ya me di cuenta cómo se te iban los ojos cuando la chica meneaba ese cuerpo que Dios le dio.
Él le sonrió, sin poder ocultar las ansias, cada vez más fuertes, que habían empezado a carcomerle la conciencia. Entonces empujó el plato con los restos de la cena y, señalando a la pareja, preguntó:
— ¿Qué tal se te da el tango?
— Creo que bien — respondió ella, con voz sugestiva — . ¿Y a vos?
— Para no ser argentino, me defiendo algo. Claro, con una profesora del país, seguramente mejoraría mucho. Por cierto, ¿aquí no se baila?
— Sí, claro; y eso forma parte del show. Ya lo verás.
— ¡Qué bien! — dijo él, visiblemente contento — . Veremos qué tal nos va.
Marina sonrió feliz, y Capablanca volvió la vista a la pareja de bailadores. En aquel momento el muchacho se inclinaba sobre su compañera, cuyo cuerpo se dobló hacia atrás como una caña de bambú. Estuvieron un instante así, aparentemente inmóviles, mientras la música elevaba el tono y la insistencia del violín los mantenía enlazados en aquel estado de incitación, como dos pinceladas de una misma pintura. Luego, a un llamado del bandoneón, volvieron a la posición erecta y continuaron entrecruzando piernas, rozando pechos y vientres, enredándose uno sobre el otro en un baile que era toda una exaltación del juego erótico. Parecían las dos mitades de un organismo vivo que se revolvía sobre sí mismo, estirándose y encogiéndose con los acordes de la música que tocaba el cuarteto. Aún estuvieron un rato girando, sacando y metiendo las piernas, moviéndose suavemente al compás de la música que llegaba del pequeño estrado donde cuatro virtuosos regalaban lo mejor de su arte al público que esa noche llenaba El Café de los Angelitos.
Cuando se fueron los bailarines, la orquesta la emprendió con Caminito, uno de los tangos preferidos de Capablanca, y la gente, conocedora de las reglas del lugar, comenzó a salir a la pista para bailar. Marina miró a su nuevo amigo cubano y le sonrió. Éste entendió inmediatamente y, levantándose de su asiento, tendió la mano a la muchacha y la sacó a bailar. Ninguno de los dos lo hacía mal, por lo que muy pronto se acoplaron mutuamente.
Marina se había quitado la chaqueta, y la blusa que llevaba bajo ella, de color blanco, dejaba al descubierto gran parte de su espalda. Capablanca sintió aquella carne joven y tibia agitándose bajo su mano, y no pudo evitar que una incipiente erección llamara a su bragueta. La sensación se hizo aún más aguda cuando, en uno de los pasillos del baile, Marina se pegó a su vientre y apoyó los senos en su pecho. Así estuvieron bailando buen rato, ella provocando, él dejándose provocar y haciéndole sentir a la mujer que la noche que los esperaba estaba llena de promesas. De repente, cuando Capablanca pensaba que la partitura de Caminito estaba próxima a su fin, una mujer de espesa cabellera negra, estatura más bien baja y modales desenfadados se acercó al micrófono y comenzó a entonar los versos del entrañable tango. Su voz no era muy alta, pero cantaba con mucho temperamento y trasmitía una cálida sensación de inmediatez.
— ¿Quién es? — murmuró Capablanca al oído de Marina, aprovechando la ocasión para dejarle allí un poco del calor de su aliento.
— Es una cantante que ha surgido en los últimos tiempos. Se llama Nina Mederos y es una bataclana.
— ¿Una bataclana? — se extrañó él — . ¿Qué significa eso?
— Una bataclana es una corista del teatro Bataclán, que queda en la zona portuaria. Ya te podés imaginar.
— Pero no canta mal, ¿verdad?
— No sé qué decirte — la voz de Marina revelaba desdén — . En todo caso, ése no es su estilo; no sé por qué se metió a cantar Caminito. ¿No sentís que a veces desafina? Lo de ella es otra cosa. Pero aparte de eso, creo que su éxito se debe en gran medida a su amistad con Gardel. Hace poco él habló con mi marido para que le grabara un disco a ella.
— Pues a mí me parece que no canta mal — repitió Capablanca — . Y, además, se ve que tiene ángel.
— Sí, ya veo que te gusta.
Él dejó correr un asomo de sonrisa por su rostro y apretó a la muchacha un poco más. Su erección había aumentado y se le estaba volviendo irresistible. Ya ella había comprendido lo que ocurría y se veía feliz, apretándose cada vez más a Capablanca. De repente, él sintió que la tensión de Marina se aflojaba, que por algún motivo ella se había separado de su cuerpo y cambiaba incluso la expresión de su rostro. Observó, igualmente, que muchos de los bailadores desviaban la mirada hacia un grupo de hombres que habían entrado en el salón y avanzaban por el pasillo en dirección a la parte trasera del local.
— ¿Qué pasa? — preguntó Capablanca.
— Nada. Llegó Carlos Gardel. Seguramente se sentará a su mesa de siempre y cenará. Después pasaré a saludarlo y le diré que estás aquí.
— ¿Tú crees que esté bien? No quisiera…
— ¡Hombre! — rió ella divertida — . No te preocupes. Ya te dije que vos sos más famoso que él. Estoy segura que se volverá loco por conocerte. Quizá hasta quiera ser tu amigo.
Cuando Nina Mederos terminó de cantar Caminito recibió una salva de aplausos. Sobrevino entonces una pequeña pausa, y Capablanca y Marina regresaron a su mesa. No bien se hubieron sentado, la muchacha dijo que iría a hablar con Gardel. Y con una mirada que él no pudo descifrar del todo, se alejó en dirección al fondo del local. Casi al instante Nina Mederos se acercó de nuevo al micrófono y le hizo una seña a los músicos. Desde el estrado llegó la percusión de un tamboril, acompañado por el punteo de la guitarra. Capablanca reconoció los acordes de Milonga Sentimental, una pieza que — no sabía por qué — le producía un especial sentimiento de cercanía. La versión que él tenía en casa era la interpretada por Gardel, que se acompañaba sólo de guitarras, con lo que la canción perdía un poco del ritmo que había estado seguramente en sus orígenes. Pero ahora, antes de que Nina Mederos comenzara a entonar la letra, los músicos ya le habían imprimido a su arreglo un acento que estaba muy próximo al del candombe y a otros aires de raíz africana. Muy pronto la Mederos comenzó a cantar:
Milonga pa’ recordarte,
milonga sentimental.
Otros se quejan llorando,
yo canto por no llorar.
Su voz sonaba desgarrada, llena de sentimiento, Pero, quienquiera que la cantara, esa canción le sonaría a él siempre entrañable y cercana. Entonces se plegó en la silla y continuó escuchando:
Tu amor se secó de golpe,
nunca dijiste por qué.
Yo me consuelo pensando
que fue traición de mujer.
Cuando Nina Mederos calló, el cuarteto siguió tocando, y Capablanca advirtió algo en lo que no había reparado nunca antes: Milonga Sentimental le recordaba a alguna canción cubana que por el momento no podía precisar.
Varón, pa’ quererte mucho,
varón, pa’ desearte el bien,
varón, pa’ olvidar agravios
porque ya te perdoné.
Tal vez no lo sepas nunca,
tal vez no lo puedas creer,
¡tal vez te provoque risa
verme tirao a tus pies!
La cantante volvió a detenerse, y desde el estrado llegó la percusión del tamboril. Y él sintió de nuevo, esta vez más intensamente, la relación de aquélla pieza con la música de su patria. Allí estaban las sonoridades del candombe, pero también las de un ritmo que había llegado a La Habana desde la provincia de Oriente y estaba por entonces muy en boga: el son cubano. Pero aquí, en el Café de los Angelitos de Buenos Aires, aquella mujer le ponía pasión, mucha pasión, sobre todo cuando decía:
Es fácil pegar un tajo
pa’ cobrar una traición,
o jugar en una daga
la suerte de una pasión.
Pero no es fácil cortarse
los tientos de un metejón,
cuando están bien amarrados
al palo del corazón.
Y después de una breve pausa, volvía a repetir:
Varón, pa’ quererte mucho,
varón, pa’ desearte el bien,
varón, pa’ olvidar agravios
porque ya te perdoné.
Tal vez no lo sepas nunca,
tal vez no lo puedas creer,
¡tal vez te provoque risa
verme tirao a tus pies!
Y seguía, cada vez con más emoción:
Milonga que hizo tu ausencia.
Milonga de evocación.
Milonga para que nunca
la canten en tu balcón.
Pa’ que vuelvas con la noche
y te vayas con el sol.
Pa’ decirte que sí a veces
o pa’ gritarte que no.
Finalmente, cuando ya Capablanca tenía los ojos húmedos por la emoción, llegó Marina de vuelta y se sentó a su lado. Para entonces, Nina Mederos repetía el cuplé, ya por última vez:
Varón, pa’ quererte mucho,
varón, pa’ desearte el bien,
varón, pa’ olvidar agravios
porque ya te perdoné.
Tal vez no lo sepas nunca,
tal vez no lo puedas creer,
¡tal vez te provoque risa
verme tirao a tus pies!
Tras lo cual, el cuarteto ejecutó el cierre y terminó su versión, que fue despedida con un tupido aplauso del público asistente. Marina lo observaba desde su asiento. Entonces, acercando todo lo que podía su rostro, dijo con voz ligeramente temerosa:
— ¿Qué te pasa que tenés los ojos húmedos? No me digas que esa mujer te ha emocionado tanto.
— No es la mujer — replicó él, saliendo ya del trance — , es la canción; pero no sé si podrías entenderme si te explico.
— Quizás. Probá a ver.
— Es que el arreglo que hizo ese cuarteto me ha recordado mucho algunos ritmos de mi tierra.
— Comprendo, claro que te comprendo — y cambiando radicalmente el tono, agregó — : Misión cumplida. He hablado con Gardel. Y, por supuesto, él quiere conocerte.
Capablanca sonrió, agradecido y feliz a la vez.
— Muchas gracias, Marina. Eres un encanto.
— Gardel también me agradeció por acordarme de él, en este caso.
— Bueno — dijo entonces Capablanca — , ¿cómo haremos? ¿Vamos para allá o qué?
— Él estaba cenando en compañía de algunos de sus músicos. Me dijo que me daría una señal.
Capablanca volvió a expresar su agradecimiento a la muchacha y desvió la vista hacia el estrado. Entonces reparó en que el cuarteto había dejado de tocar. Supuso que los músicos habían cogido un tiempo de pausa. Sin embargo, aún no había tenido tiempo de retomar el diálogo con Marina, cuando vio que tres hombres ascendían los peldaños del estrado y se acercaban al micrófono. Uno de ellos era Carlos Gardel; los otros, evidentemente, eran los guitarristas que lo acompañaban por entonces, un mulato alto y delgado y un individuo de apariencia rubicunda. Cada uno de ellos llevaba una guitarra en las manos. Cuando quería preguntarle a su compañera de qué iba la cosa ahora, Gardel se acercó al micrófono y dijo:
— Queridos amigos, respetable público. Esta noche se encuentra entre nosotros una persona a quien quiero dedicar esta canción que vamos a interpretar ahora. Este hombre es un cubano y, por naturaleza, un hermano de sangre y de cultura — aquí todos los presentes volvieron la cabeza, tratando de encontrar a alguien que pareciera cubano. Pronto dieron con él, quizás por el rubor que debía de estar enrojeciendo su rostro. Mientras, Gardel seguía hablando — . Pero este hombre no es cualquier cubano. Él es también una gloria de nuestros pueblos hispanoamericanos, un orgullo para todos nosotros. Se encuentra ahora en nuestra patria porque aquí en Buenos Aires se está celebrando — como quizás muchos de ustedes sepan — el campeonato mundial de ajedrez. Ese hombre es, señoras y señores, el gran José Raúl Capablanca, el campeón mundial del juego ciencia. Y para él quiero cantar esta canción. Espero que le guste.
Capablanca sentía que la piel del rostro le ardía, que no podía contener la emoción. Tenía los ojos húmedos, aunque por suerte estaba todavía lejos de dejar escapar la menor lágrima. Mientras buscaba protección en el rostro de Marina, que lo miraba llena de orgullo y regocijo, Capablanca vio, o más bien escuchó, cómo los tres hombres comenzaban a rasgar las cuerdas de sus guitarras. La melodía que salía de ellas era nada menos que la del tango que tanto lo había emocionado en la cena con Rolando Illa, es decir la de La Cumparsita. Sólo que aquí, en esta versión, tocada con guitarras, la canción se le aparecía en su forma original, tal como él imaginaba que la había compuesto el autor uruguayo. Parecía una canción campera. En cualquier caso, los tres hombres descendieron del estrado y, sin dejar de tocar, echaron a andar hacia él, hacia la mesa que ocupaba con Marina. Cuando llegaron junto a ellos, la vibrante voz de Carlos Gardel se elevó sobre la concurrencia, que parecía haber entrado en trance y guardaba un silencio absoluto. Y cantó:
Si supieras,
que aún dentro de mi alma,
conservo aquel cariño
que tuve para ti…
Quién sabe si supieras
que nunca te he olvidado,
volviendo a tu pasado
te acordarás de mí…
Y ahora sí, los ojos de Capablanca se llenaron de lágrimas, al punto que debió sacar el pañuelo y secárselos. Marina lo miraba también llena de emoción. Mientras tanto, Gardel seguía entonando los versos de aquel hermoso tango. Pero ya él apenas era capaz de distinguir una palabra de otra. Pese a ser una persona acostumbrada a los homenajes y las grandes puestas en escena, el detalle de aquellos argentinos — amigos, conocidos, de todos, en fin — había llegado a emocionarlo tanto que sintió que el pecho se le apretaba y que, aunque hubiera querido, no habría podido siquiera articular una palabra. Durante un tiempo imposible de determinar, Carlos Gardel y sus acompañantes estuvieron tocando la guitarra, cantando allí para él, que recibía además la caricia de los ojos de Marina. Y aquello era mucho más de lo que él había esperado del pueblo de Buenos Aires, de la Argentina toda. Qué importancia tenía el ajedrez, el campeonato del mundo, la partida perdida, comparados con aquella muestra de cariño y simpatía hacia su persona.
Cuando los músicos terminaron su interpretación, Capablanca se puso de pie y se abrazó con ellos, primero con Gardel y luego con los otros dos. Para entonces, todos los asistentes al Café de los Angelitos se habían puesto también de pie y aplaudían, no se sabía si la interpretación de su ídolo, o el gesto de éste hacia Capablanca o — él no pudo evitar la idea — a él como persona. E independientemente de su voluntad, esta última idea fue la que se asentó con más fuerza en su cerebro. Y le pareció que nunca antes había sido tan feliz como esa noche, ni siquiera en su primera gran victoria internacional, en San Sebastián, hacía ya muchos años.
— Muchas gracias, amigo. Es usted muy generoso.
— Gracias a usted, señor Capablanca. Todos los argentinos estamos muy reconocidos y orgullosos de usted. Reciba mi humilde canción como un homenaje, mucho más pequeño que el que se merece. Además, sé muy bien que le gusta mucho ese tango.
— Gracias — dijo él, dudando un instante si debía devolverle el trato en forma de señor Gardel. Por fin, decidió omitir cualquier forma y siguió — : Sí, es un tango muy hermoso, sobre todo cantado por usted — y cambiando el tono, agregó — : ¿No quiere sentarse?
Gardel le puso familiarmente la mano en el hombro y, con una amable sonrisa, contestó:
— Usted sabe, nosotros allá — y señaló hacia el fondo — aún no habíamos terminado de cenar. Sólo que no pude resistirme a la idea de cantarle su tango preferido. Pero me gustaría invitarlo a que se llegue por nuestra mesa para charlar un rato conmigo y con mis amigos.
Capablanca miró en dirección a Marina; pero Gardel no le dio tiempo a responder. Para ese momento ya estaba diciendo que lo esperaba sin falta allá, y que para él sería un placer enorme compartir un rato y hablar de tangos y, por supuesto, ajedrez. Y de muchos otros temas, seguramente. Y dicho esto, le dio un apretón de mano y se alejó de nuevo por donde había venido.
CAPÍTULO 7
Habían juntado varias mesas en el ángulo más apartado del café, y Gardel y sus amigos comían y disfrutaban allí de lo que parecía ser una alegre tertulia tras la cena. A la derecha del cantor se ubicaba un hombre que Capablanca no había visto antes; y más allá, los guitarritas que acompañaban a Gardel. La banda de la izquierda estaba ocupada por Nina Mederos y los músicos del cuarteto. Al verlos aparecer, el cantante se puso de pie y los invitó a sentarse y compartir con ellos. Las tres personas que estaban a su derecha también se levantaron y cedieron el puesto a los recién llegados, desplazándose dos lugares más allá. Tras los primeros saludos y sonrisas, ya todos sentados, vinieron las presentaciones. El personaje que había estado a la derecha de Gardel resultó ser José Razzano, su gran amigo y antiguo compañero de dúo, ahora apoderado del artista. Los guitarristas se llamaban José Ricardo (más conocido como el Negro, bromeó Gardel) y Guillermo Barbieri, que era un tipo delgado y rubicundo, de expresión afable. De los integrantes del cuarteto, Capablanca retuvo sólo el nombre del director, un individuo de frente amplia y sonrisa fácil que era quien tocaba el bandoneón. Se presentó como Osvaldo Fresedo, aunque enseguida aclaró que en el ambiente tanguero lo llamaban «El Pibe de la Fraternal», por el barrio de donde había salido. «El Pibe», pues, se alineaba a la izquierda de Nina Mederos, seguido por sus tres músicos, que cerraban el círculo de las personas sentadas a la mesa. Capablanca, que no quiso aceptar nada de comer, no tuvo otra salida que dejar que le sirvieran una copa de vino, del cual no pensaba probar más que algún que otro sorbito. Había quedado al lado de Marina, pero enfrente de Nina Mederos, y lo primero que hizo fue dirigirse a los músicos para felicitarlos por su interpretación. Y puesto a hablar del tango, dijo sentirse sorprendido por el modo en que había evolucionado la música porteña desde su última visita al país, hacía de aquello trece o catorce años, no podía precisarlo bien. Que él recordara, no había visto ni oído nada semejante a lo que veía ahora. Gardel agradeció sus palabras y explicó que, desde hacía unos años, el tango había entrado en una nueva etapa de desarrollo, cada vez más conocida con el nombre de «tango — canción». Y explicó que los tangos de antaño eran estilos y tonadas criollas. Y poco más. Apenas se cantaban, o bien tenían letras muy rudimentarias. A partir de una canción titulada Mi noche triste, escrito por el gran Pascual Contursi con una letra totalmente innovadora y que él había grabado hacía diez o doce años con Odeón, las cosas comenzaron a cambiar. En la actualidad nacían a diario infinidad de tangos de ese tipo, y muchos de ellos con excelente letra. Había un gran número de poetas — como el propio Contursi — que escribían versos y trabajaban con los músicos en la creación de estas nuevas canciones. Y había músicos puros — y señaló hacia Fresedo — , que llegaban con ímpetu, inyectándole savia fresca a la música de aquella tierra que todos ellos amaban tanto. En este punto metió baza Razzano. Acallando con su voz la de Gardel, proclamó ante Capablanca que la primera figura que estaba dándole lustre y renovando el tango, era, precisamente, aquel morocho que estaba sentado allí a su lado, el Che Carlitos, — sos muy modesto, vos — le echó en cara desde su silla — ; pero acordáte que ya no sos el chico del Abasto. Sos Carlos Gardel, el primer cantor de tangos — . Aquí intervino Fresedo, que dirigiéndose también a Capablanca tomó el relevo de Razzano: no es que él sea modesto, dijo, es que se está haciendo. El tango es él, y él es el tango; y él lo sabe bien. Luego, y aprovechando que había cogido la palabra, la usó para decir que conocía algo de música cubana, y que le gustaba mucho. La había descubierto hacía unos años, durante un viaje a los Estados Unidos. Y, sin dar tiempo a nadie a reaccionar, mencionó nombres que Capablanca nunca habría pensado oír por esos predios. No lo esperaba, sencillamente. Y menos aún si algunos de esos nombres era los del Sexteto Habanero o Abelardo Barroso. Y Fresedo no se detuvo ahí, sino que mencionó también al dúo de María Teresa Vera y Rafael Zequeira, de quienes dijo apreciar sobre todo un disco que había comprado en Nueva York y que traía una deliciosa rumba titulada, si mal no recordaba, Papá Montero o algo así. Capablanca no salía de su asombro. Realmente, aquélla era la música popular que se estaba tocando y grabando en Cuba por entonces, y de la que él mismo no estaba siempre al día. Por eso lo oía aquella noche estupefacto, superado por la sorpresa de saber que aquel argentino, alguien tan lejano al acontecer diario de su patria, conocía semejantes detalles del panorama musical cubano. Gardel también lo miraba asombrado, y de soslayo miraba a Capablanca, como si no pudiera creerse que su compatriota supiera de veras lo que hablaba y lo quisiera contrastar con alguien del país. Con una sonrisa, Capablanca asintió a la mirada inquisitoria del cantor. Pero el hombre siguió. Retomando la palabra, declaró con gran autoridad que, si aquella música incorporara un instrumento con la gama de voces del bandoneón, podría conquistar rápidamente Europa, como estaba ocurriendo con el tango. De todos modos, sentenció, estoy seguro que Cuba tendrá mucho que decir en el futuro musical del mundo. Capablanca estaba anonadado por lo que había oído sobre la música de su tierra, algo de lo que ni siquiera él sabía demasiado. Y aprovechando un respiro del músico, lo felicitó por ello. Sin embargo, lejos de tranquilizarlo, el asombro del cubano aguijoneó la elocuencia del argentino, que siguió hablando de música cubana, citando ahora a Manuel Corona, quien era, dijo, su compositor favorito entre los de la Isla. Y para avalarlo, finalizó su conferencia entonando allí mismo el estribillo de la Loma de Belén, un son que Capablanca sí conocía bien, ya que en uno de sus últimos viajes a Cuba había comprado el disco grabado por el Sexteto Habanero con aquel sabroso tema.
Digerida la disertación de Fresnedo, Capablanca volvió a traer a colación el tema de la música local. Se reconoció amante del tango, y reveló sentirse muy feliz de que su viaje a Buenos Aires coincidiera con un período en el que el tango estaba presente por doquier. En el centro de la ciudad no había cuadra donde no existiera confitería, cine, salón o café que no difundiera el tango o la milonga. Y en todos ellos actuaban músicos y cantantes de valor.
— A mí antes me gustaba la música típica de este país — dijo aún el cubano, sinceramente conmovido — ; ahora la amo. Yo tengo algunos discos en mi casa; pero cuando parta de regreso, pienso llevarme una maleta llena.
Al oírlo hablar de esa manera, todos los reunidos alrededor de la mesa lo miraron sin esconder su agrado. Gardel levantó la mano con el índice apuntando hacia arriba.
— Cuente con los míos. Le regalaré la colección completa.
— Y con algunos míos — dijo Fresnedo desde el otro lado de la mesa.
— Y con los míos también. Es decir, si los quisiera.
La última en hablar había sido Nina Mederos, que apenas lo había hecho antes. Entonces Capablanca se fijó en ella y le sonrió.
— No faltaba más. Por cierto, me ha gustado mucho su estilo de cantar.
— Gracias — dijo halagada la cantante, sonriendo con la mirada a Capablanca y, de paso, examinando brevemente a Marina Lemm. Ésta, por su parte, también sonrió, en consonancia con el ambiente de alegría general que reinaba en la mesa.
En este punto apareció un individuo con cara de dueño del café y se acercó a Gardel. Después de saludar calurosamente al cantor, se volvió hacia Capablanca y le tendió la mano. Luego saludó a Nina Mederos y a los demás. Finalmente, fue a sentarse entre los músicos del cuarteto e intercambió algunas palabras con Osvaldo Fresnedo. Bien pronto, éste y sus hombres se pusieron de pie y se dirigieron al estrado para continuar con su actuación.
— Bueno, señor Capablanca — comenzó a decir Marina, en un tono mucho más comedido y respetuoso de lo que él hubiera esperado — , ¿por qué no nos cuenta algo de su experiencia profesional? Dicen que su récord de victorias es impresionante. Es casi imbatible.
— ¡Qué va, amiga! En este mundo nadie es imbatible — se defendió él — . Esos son cuentos de camino y la mejor prueba fue la partida del debut. El nivel de los maestros internacionales es bastante parejo. Tienes un mal día y caes ante cualquier rival.
Gardel movió la cabeza, como si espantara una idea desagradable.
— Ya lo ha dicho usted: «un mal día». Pero aquí todos conocemos algún que otro detalle de su historia profesional y sabemos que casi nunca pierde. Y le aseguro que Buenos Aires pasará a la historia como el lugar en que el gran José Raúl Capablanca defendió y mantuvo el título de campeón mundial de ajedrez. ¿No piensan ustedes lo mismo? — terminó diciendo, dirigiéndose al resto de la concurrencia.
Los aludidos estuvieron ruidosamente de acuerdo. Y entonces Razzano propuso un brindis por la victoria del campeón. Así lo hicieron, y luego casi todos los presentes dijeron alguna palabra de apoyo a Capablanca. Algunos de ellos se deshicieron incluso en halagos hacia el cubano. De repente todos sabían algo de ajedrez, todos estaban al día del campeonato y hasta conocían detalles de su partida contra Alekhine. Y todos estuvieron convencidos de que Capablanca retendría el título de campeón por muchos años. Por su parte, Guillermo Barbieri afirmó que sabía jugar bastante bien, y que asistía con frecuencia a un club para aficionados que había cerca de su casa. Le gustaría, si en algún momento el señor Capablanca disponía de tiempo, probar suerte con él. Éste le respondió que lo tendría en cuenta, sobre todo si se lo encontraba en alguna de las simultáneas que pensaba dar en Buenos Aires. De todos modos, dijo con una alegre sonrisa, le recomendaba que no dejara la carrera de músico, pues, además de hacerlo muy bien, con ella sí tenía el sustento asegurado, lo cual no podría decirse seguramente de la práctica del ajedrez.
— No crea, amigo — respondió Barbieri — la vida del músico es bastante dura.
Y miró al dueño del café, que para entonces se había cambiado a una silla más próxima y sonreía todo el tiempo, satisfecho de contar esa noche con invitados de tanto nivel. Capablanca, por su parte, dudaba para sus adentros. Le parecía poco probable que alguno de los allí presentes supiera en realidad en qué consistían sus méritos como jugador de ajedrez. Pero igualmente se sentía feliz de percibir tanto cariño y calor humano por parte de personas a quienes veía por primera vez. Si exceptuaba a Gardel, a quien tampoco conocía personalmente, no había visto nunca aquellas caras que ahora lo miraban con una sincera admiración. Entonces el cantor, que oficiaba de patriarca de aquella cofradía, puso la mano sobre el brazo de Capablanca y le dijo sonriente:
— No se preocupe por Guillermo, que lo suyo es tocar la guitarra. Eso sí, muy bien. Pero no creo que se atreva con las piezas del ajedrez. Y usted, ¿por qué mejor no nos dice cómo se siente en Buenos Aires? Ya se habrá dado cuenta de que los argentinos son gente muy cariñosa, ¿no?
Entonces reparó en que Nina Mederos lo estaba observando de un modo raro, quizás incluso provocador. Y se detuvo un breve instante en ella. No era una mujer hermosa, pero tenía ojos profundos y labios gruesos y sensuales. En aquel momento, precisamente, los distendía en una sonrisa que él no lograba descifrar. Cuando iba a responderle a Gardel, José Ricardo tomó la palabra y dijo divertido:
— Che Carlitos, no digás pavadas, que podés ponerlo al señor Capablanca en un aprieto.
— ¿Por qué? — dijo Nina Mederos, replicando a Ricardo, pero mirando de reojo a Marina Lemm — . ¿Acaso no es verdad que somos gente cariñosa?
— No, José — dijo Capablanca, dirigiéndose al guitarrista — no se preocupe. No son pavadas, como usted dice. Es cierto que siento mucho cariño aquí en la Argentina — y volviéndose hacia la Mederos — : Pero ustedes no son los únicos. Los cubanos también son muy cariñosos.
— Sí — respondió la aludida — , eso ya lo sabía yo. Todo el mundo lo dice — y, haciendo una pausa se levantó — . Y ahora les pido disculpas; tengo que irme a cantar.
Capablanca consideró que había llegado el momento de darle un vuelco a la conversación y dijo, para todos los que seguían allí:
— ¿Ninguno de ustedes ha estado en Cuba?
Gardel elevó la voz para decir:
— Todavía no; pero iré sin falta. Quizás incluso pronto. La verdad es que me gustaría mucho conocer a esa gente de su isla.
— Se la recomiendo. Le va gustar. Además, allí se le conoce y se le quiere mucho. Verá qué bien lo tratan.
— Sí — dijo Gardel. Su voz sonaba ufana — . Seguro que iré; pero será más adelante. Por ahora hay que seguir luchando por conquistar Europa. ¿Verdad, José?
Razzano levantó la copa y brindó por Cuba. Los demás lo imitaron. Luego Capablanca preguntó, de nuevo a Gardel:
— ¿Ha estado en España?
— Varias veces, en Madrid y en Barcelona; aunque también actuamos en Vitoria.
— Madrid es fabuloso — dijo Barbieri, que no había hablado mucho hasta ese instante, sobre todo La Gran Vía. ¡Qué de minas en la Gran Vía!
José Ricardo lo interrumpió burlón.
— ¿Querés que haga el cuento de la percanta que te encontraste en la Gran Vía?
Gardel fingió que les peleaba.
— Dejen eso para otro día. ¿No ven que hay una dama presente? Discúlpelos, señora. — Aquí hubo unos instantes de silencio y confusión, y Gardel volvió a dirigirse a Capablanca — . La última vez fue el año pasado. Grabamos en Barcelona y luego pasamos a Madrid y actuamos en el teatro Romea. Y el mes que viene, es decir, dentro de unos días, partiremos de nuevo.
— El primer viaje a España fue apoteósico — insistió Ricardo, que ya experimentaba los efectos del vino y seguía varado en sus recuerdos — . Cuando actuamos en el Apolo, la reina y las infantas no salían del teatro. La infanta Isabel iba casi todas las noches a vernos.
Carlos Gardel no lo desmintió. Volvió a dirigirse a Capablanca y dijo sonriente:
— Es verdad; pero eso ya pasó. Ahora hay que conquistar París — y aclaró que, al igual que la vez anterior, sería primero España. En Barcelona pensaban grabar algunos tangos, entre ellos ése que le gustaba tanto a él y que le habían dedicado hoy.
— Muchas gracias de nuevo — dijo Capablanca y, aprovechando la pausa que abrieron sus palabras, preguntó a Gardel por qué cantaba tangos — , quiero decir, por qué precisamente tangos.
El cantor pareció sentirse sorprendido por la pregunta, como si nunca antes se la hubiera formulado a sí mismo.
— Al principio de mi carrera Razzano y yo interpretábamos temas camperos. Pero luego me fui decantando por el tango. Creo que a la gente le gustaba mucho más. ¿Y sabe por qué? Porque el tango nació aquí, con esta gente; nacieron mezclados y crecieron juntos, el tango y los porteños. Esta música es parte de nuestra conciencia, del alma nacional. Y yo soy muy criollo, ¿sabe? Soy parte muy firme de este pueblo. Creo que yo no sólo canto el tango; yo lo vivo. Sí, el tango es mi vida. Yo soy él y él es yo; yo soy el tango, amigo Capablanca.
— ¿Podría cantar otros géneros?
— Claro que podría; pero en ese caso sería un cantor de tangos que se ha prestado para cantar, eventualmente, otra cosa. No más que eso. Por cierto, usted me lo pregunta porque no sabe lo que es el tango. Ya le dije que es un sentimiento colectivo, el sentimiento del porteño. Por eso, cualquiera con una buena voz puede cantarlo; pero no todo el mundo puede hacerlo bien. ¿Y sabe por qué? Para cantarlo bien, hay que sentirlo. Para entonar un tango no basta con tener la voz más melodiosa del mundo. No. Hay que sentirlo; y yo lo siento.
— ¿Y en otros idiomas? ¿No ha pensado en cantar algo en inglés? En los Estados Unidos hay un público enormemente extenso y rico.
— ¡Qué dice usted, mi amigo! Yo no podría cantar en otro idioma. Lo mío es el español. Y es más, no sólo el español, sino el porteño. No podría siquiera decirle a una mujer “¿me quieres?». No lo sentiría. Yo tengo que decir “¿me querés?», como decimos en porteño. Para nosotros el «vos» es tan importante como el aire. Si nos lo quitaran un día de repente, nos quedaríamos mudos de viaje. Y ya le dije que el tango es puro sentimiento. Sin sentimiento no hay tango, como no hay lluvia sin nubes o marejada sin oleaje.
— Entiendo — dijo Capablanca — . Sentimiento y pasión. Siempre me ha parecido que los rioplatenses le ponen mucha pasión a todo lo que hacen.
— Y le parece bien — respondió Gardel — . Eso es exactamente así. Por eso el tango existe, porque es pasión. Todo ese mundo donde nació el tango está lleno de pasión. Mujeres que aman y son capaces de cualquier cosa por su hombre; hombres que se baten con el cuchillo por mantener limpio su honor. No sé si sabe que el tango surgió en el arrabal, en los cafetines de mala muerte y en las casas de mala reputación. Allí la gente es pobre y tiene poca cosa que perder; por eso tratan de conservar lo único que tienen, cosas que no se compran con dinero, como el amor, la amistad y, claro, el honor. De eso tratan las letras de los tangos, por cierto. ¿Y sabe por qué gusta tanto? Porque está hecho con alma. Sale del alma del compositor, pasa por el alma del intérprete y va directo al alma de quien lo escucha. Directo, como un puñal o una bala. No sé si me entiende.
En el silencio que sobrevino cada cual parecía estar formulándose su propia idea del tango. Nadie, sin embargo, se atrevía a agregar nada a las palabras de Gardel. Éste, que se sentía en la obligación de mantener alegre a su invitado, le preguntó de repente si no le gustaban las carreras de caballos. Al oír la frase, Capablanca se alegró sinceramente.
— Yo soy un competidor nato, amigo Carlos — respondió enseguida — . Me gustan los retos y me gusta ganar.
— En eso nos parecemos, pues. Pero no me ha respondido. ¿Le gustan las carreras de caballos?
— Mucho, aunque no había pensado en ellas. ¿Se dan buenas en Buenos Aires?
Gardel rió satisfecho.
— Eso depende. Si corre Lunático, seguro que la carrera es buena.
— ¿Quién es Lunático? ¿Un jockey?
— Es mi caballo — explicó Gardel — . Un potrillo que corre como una exhalación. Y el jockey es casi mi hijo. Se llama Leguisamo y es el mejor de los mejores. Se lo aseguro.
Capablanca se animó más aún.
— ¿Cuándo corre?
— El domingo 23 de octubre, y quizás también el siguiente. Yo estaré allí, claro. Aunque estamos preparando el viaje y a lo mejor tenemos grabación algunos de esos días — Aquí Gardel extendió la mano hacia Razzano — . Pero nuestro amigo José no se pierde una carrera. Y usted, ¿irá?
— Es muy probable — respondió Capablanca, y para sí añadió: «Si todavía estoy en Buenos Aires».
Como si fuera la cosa más natural del mundo, levantas tu dama desde la casilla en que ha permanecido durante las últimas jugadas, y la llevas hasta ésa que acaba de ocupar el único alfil de tu rival. Una vez allí, ejecutas un movimiento rápido de muñeca y cambias una pieza por otra. Seguidamente, colocas el alfil bien fuera del tablero. Juan Corzo frunce el ceño y levanta un instante la mirada hacia tus ojos, como si no pudiera creer lo que acaba de ver. Sí, te has vuelto loco, pensará sin duda. No puede ser que se lo hayas puesto tan fácil. Ahora él se comerá tu dama con la suya; tranquilamente, sin que tú te lleves nada a cambio. Corzo, que es un tipo tan inteligente como racional, no puede imaginarse, sin embargo, que todo esto forma parte de tu juego. Le es mucho más fácil pensar que ha sido un error tuyo. En definitiva, no eres nada más que un niño. Y así, ¿qué tendría de extraño que un chiquillo que acaba de cumplir trece años juegue todavía con cierta torpeza al ajedrez? Esto, lo sabe todo el mundo, es una ciencia que requiere no sólo de inteligencia natural, sino también de madurez y capacidad de análisis. Y, por muy inteligente y hasta genial que pueda ser un chiquillo de tu edad, un niño es siempre un niño. Tú tienes, por supuesto, otra opinión. Sientes dentro de ti una fuerza que él no es capaz de conocer ni apreciar. Ni él ni nadie… todavía. Sabes que en los últimos meses se habla mucho de ti, que se ha hablado sobre todo desde hace unas semanas, cuando le ganaste a todos los miembros del club excepto a Juan y a su hermano Enrique. Has oído cómo en repetidas ocasiones se te alaba, pero siempre con aquello de que sí, es verdad, el muchacho tiene mucho talento, y a lo mejor, futuro; pero hay que ver que no se malogre de aquí a allá. Aún tiene que crecer y madurar. Y ahora que cree haberte pillado en un fatal error, Corzo apenas puede esconder su condescendencia. Ya lo ven, señores, dirá después de la partida, yo tenía razón: el niño de Capablanca es todavía, pues eso, un niño. Por motivos bien opuestos, tú estás igual de eufórico, aunque también te esfuerzas en disimularlo. Cómo no ibas a estarlo, si tienes ya tres partidas ganadas y, si te llevas ésta, habrás ganado el encuentro con Corzo. Y ahí lo tienes enfrente, convencido de que has cometido un gran error, y que será él quien habrá de llevarse la partida. Ahora finge que piensa, aunque no es cierto. La euforia no lo deja. Además, está seguro de que no lo necesita, que tú solito te has metido en el hueco. De manera que juega y, con toda la lógica del mundo, se come tu dama. Muy bien, amigo Juan, ha mordido usted el anzuelo.
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