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Jukka puso el intermitente saliendo de la autovía en dirección a Elda. Había estado conduciendo toda la noche y frente a él, en el horizonte, se comenzaba a ver la claridad de un nuevo amanecer. Sabía que en un lugar de ese lejano horizonte se encontraba el Mediterráneo. Pero no era el día propicio para alcanzarlo. Había sido una típica noche de diciembre: larga, oscura, fría. Los seiscientos treinta kilómetros de recorrido se le habían hecho eternos, sólo con la ayuda de un par de bebidas cargadas de cafeína había podido aguantar al volante. Eso y la compañía de las emisoras de radio y su colección de cds de Hawkwind.
Siglas y señales lo habían martilleado durante el camino: A–1, A–3, A–31. En el retrovisor se alejaban los nombres de poblaciones que no conocía más que por pasar junto a ellas. Seis provincias, casi a provincia por hora: Burgos, Segovia, Madrid, Cuenca, Albacete y Alicante. De recuerdo, el mal trago del Puerto de Somosierra, donde su coche había luchado con el gélido aire del exterior para poder avanzar centímetro a centímetro sobre una superficie que amenazaba con helarse cada vez más a cada minuto. Durante el trayecto había vivido las situaciones típicas: el juego limpio de los camioneros indicando con los intermitentes la posibilidad de adelantar; el cabreo ante el típico acosador pegado al maletero del coche con las luces largas encendidas; los frenazos al avisar el navegador GPS con un pitido agudo la cercanía de un radar; la desgana de los dependientes de las áreas de servicio al pedir la llave del aseo. En definitiva, el fascinante mundo de la conducción nocturna.
Curiosamente este viaje no entraba en sus planes. Pero allí estaba, entrando en una ciudad a la que, aparentemente, nada le unía. Este pensamiento le rondaba la mente una y otra vez junto a una incómoda sensación de sueño, porque, al no esperar el desplazamiento, el día anterior –un jueves– lo había pasado entre corrección de exámenes, tutorías y reuniones en la Facultad. Había terminado un poco cansado, pero en lugar de irse a su piso, donde seguramente se habría instalado cómodamente en el sofá frente al televisor para ver una película antigua, o reciente; de nacionalidad exótica o de alguna república actualmente inexistente; relajarse y al mismo tiempo tomar nuevas ideas para sus clases, había cedido ante la insistencia de Arantxa, una colega con la que le gustaba pasar ratos muertos hablando de películas y series de televisión, con la que intercambiaba habitualmente DVD.
Jueves, 17 de diciembre de 2009 –una fecha que siempre recordaría–, sobre las cuatro de la tarde, Arantxa lo llamó al despacho y le insistió para mantener una de sus conversaciones. Estaban compartiendo el visionado de unas series policiacas y según ella, “tenían que comentar ya mismo lo que habían visto”. En el fondo Jukka tenía ganas de romper la rutina y sobre todo de hablar con alguien. No es que se llevara mal con el resto de sus colegas. Simplemente no había relación más allá de la típica charla sobre cuestiones de trabajo. El día a día le resultaba vacío y cansino.
Pero con Arantxa podía hablar de otros temas, no en vano tenían gustos semejantes e inquietudes parecidas. Ella, con sus treinta y dos años, diez años más joven que él, tenía una mirada viva, inquieta, con un brillo que se disparaba cuando empezaba a aprender de un tema que desconocía. Para ser profesora, y eso a Jukka le gustaba, solía terminar las frases con groserías y conjugando de todas las formas posibles: “joder” y “a tomar por culo”. En alguna ocasión se había referido a sí misma, cansada de desplazarse semanalmente de Madrid a Burgos, para atender sus horas de clases y tutorías, “como puta por rastrojos”. Jukka le había dicho, en broma, que hablaba como un estibador de puerto. Aunque él le solía replicar con alguno de los sonoros vocablos malsonantes que sabía en finés, aprendidos de su abuelo: perkele y saatana entre otros. Tanta familiaridad, conversaciones y encuentros habían hecho dudar a Jukka en algún momento sobre si había algo más, algún tipo de atracción, pero él mismo se dio cuenta de que no existía. Después de dos años no había nada más que amistad. “Mejor así. De todas formas, el amor no existe” había concluido Jukka. Era una buena manera de pasear por el parque del Parral, que estaba junto a la Facultad, cuando el frío no lo impedía. En caso contrario siempre había algún rincón en las diversas cafeterías que rodeaban a la Universidad.
En alguna ocasión, al acabar la jornada, habían ido a algún bar del centro a continuar sus interminables conversaciones sobre series policiacas. Arantxa, envuelta en el humo de los cigarrillos y saboreando un par de gin tonics, y Jukka, con su sempiterno ruso blanco, parecían salidos de esas historias de policías nórdicos decadentes, huérfanos del estado de bienestar. Invariablemente llegaban a un punto en el que contrastar realidad y ficción los sumía en una melancolía previa al estancamiento de ideas. Llegados a ese punto, una despedida y una conversación aplazada hasta otro día. Mientras Jukka volvía a su casa con la mente perdida en ese cine del norte. No solo recordaba a los clásicos como Sjöström, Dreyer o Bergman sino actuales como con Trier o Louhimies. Estas historias le producían una especial sensación de goce estético. Personajes y situaciones se le antojaban harto familiares hasta el punto de empatizar con ellos. Recientemente estaba empezando a encontrar esa misma sensación con las realizaciones de los países bálticos.
Aquel día, como de costumbre, acompañó a Arantxa hasta el hostal donde solía pasar los dos días que acudía a sus clases. Estaban enfrascados en una conversación sobre sociópatas en series de televisión. Jukka estaba argumentando “no me gusta la típica narración clásica, ya sabes, planteamiento, nudo y desenlace. Al menos en su forma tradicional de estructura lineal y todo eso. Prefiero esas narraciones que desconciertan, que no sabes muy bien lo que te están contando. Está claro que siempre hay un inicio y un final, pero el final ¿por qué no dejarlo abierto? Y el inicio igual, dejar dudas, cuantas más mejor. Eso es lo que me gusta de esas películas posmodernas. Todo ocurre como en la vida real. Las cosas suceden sin tanta truculencia. El día a día es sórdido y siniestro por sí mismo. Como le digo a los alumnos: el gran motor de la ficción y la realidad es la venganza, y esta, por supuesto, no es agradable”. En ese momento sonó su móvil; con una melodía que desconcertaba a sus colegas. La versión de Metallica del tema de Morricone Ectasy of gold. Horas más tarde, durante el viaje, Jukka se lamentó varias veces por haber contestado esa llamada. La conversación parecía haberse instalado en su memoria palabra por palabra.
— ¿Señor Lehto? ¿Jukka Lehto?
— Sí, soy yo —contestó con reservas.
— Mire usted… —se oyó una respiración entrecortada al otro lado de la línea—. Soy Rafael Melero Soler.
— ¿Sí? —dijo Jukka alargando inconscientemente la pregunta—. ¿En qué le puedo ayudar?
— No sé muy bien cómo explicarme… — se hizo un silencio mientras Jukka miraba a Arantxa y se encogía de hombros—. Mire… — continuó su interlocutor—, soy el padre de Lorena Melero. Usted fue su profesor… en Alicante. ¿Recuerda?
Súbitamente el rostro de Jukka cambió, se dio cuenta porque Arantxa le preguntaba por señas que ocurría. Nítidamente le vinieron a la mente algunas imágenes del pasado mientras se decía a sí mismo: “Jodido pasado”.
— Señor Lehto. Mi hija está enferma. Su estado es malo… mucho… — se notó un quiebro en la voz—. Insiste en verle. No nos ha dicho el motivo al resto de la familia. Parece que ella le tiene cierto aprecio, recuerdo que en alguna ocasión hablaba de sus clases y de cómo la motivaba en su asignatura y le aconsejaba para que se esforzara en otras.
Jukka estaba mudo. Escuchaba y pensaba al mismo tiempo: “De todos los momentos del pasado… Precisamente este. Hay que joderse”.
Arantxa estaba frente a él. Aterida de frío daba patadas al suelo para entrar en calor, se subió la bufanda hasta las orejas y frotaba sus manos enguantadas para calentarse. Sus ojos grises brillaban por el frío, y el cabello negro comenzaba a estar húmedo, lanzando esporádicamente reflejos de azabache. Jukka aprovechó un momento de silencio al otro lado del teléfono para despedirse de su compañera, con un rápido gesto y un “tengo que irme mañana nos vemos”. No advirtió el gesto de sorpresa y molestia en el rostro de Arantxa quien no dudó mucho a la hora de entrar en el hostal.
Jukka comenzó a caminar mientras reanudaba el diálogo. No se daba cuenta, pero caminaba en círculos.
— Pero, señor Melero, no acabo de entender muy bien — dijo intentando organizar una rápida excusa—. Estoy en Burgos. Estamos a jueves y aún tengo un par de clases mañana. En todo caso podría ver si el fin de semana existe alguna posibilidad de acercarme —mintió descaradamente.
— No creo que mi hija aguante el fin de semana — respondió Melero.
Jukka quedó en silencio otra vez. “Sí. Suena muy grave. ¿Le voy a negar una última alegría si está tan mal? ¿Pero qué es lo que tiene?” Pensó reflexivamente y preguntó en voz alta al mismo tiempo.
— Un accidente — dijo lacónicamente Melero—. La atropellaron y… —no terminó la frase.
— Vale. Salgo en un par de horas — respondió Jukka mirando el reloj—, si no hay problemas estaré en Elda a primera hora de la mañana. Mentalmente se planificó el tiempo: “Son las seis y media, me da tiempo de descansar un poco y saliendo a las doce puedo llegar al amanecer. No habrá mucho tráfico”.
Tras preguntar la dirección, se encaminó a su casa. Hoy era uno de esos días que había venido al trabajo andando y a pesar de la premura que tenía no le seducía la idea de coger el autobús. Estaría demasiado saturado a esas horas y más con el frío del exterior. Se cerró bien su cazadora de cuero, una vieja prenda que había pertenecido a un piloto británico de la Segunda Guerra Mundial, y comenzó a caminar pasando por delante del antiguo Hospital Militar, reconvertido en centro de salud, para luego seguir a la inversa el curso del río Arlanzón, cuyas riberas comenzaban a destilar una gélida neblina que jugueteaba con las ramas esquiladas de los árboles. Pasó junto a la estatua del Cid y tras atravesar varias manzanas llegó a su piso.
Preparó algo de equipaje, no sabía muy bien qué llevar, ni cuantos días iba a estar por allí, así que una bolsa de viaje y enseres de aseo eran lo básico. Luego, tras tomar algo de comer y apurar el café que quedaba en la cafetera se dirigió a su coche para en unos instantes iniciar el viaje por la autovía.
Elda. Tranquilidad en las calles. El navegador le indicaba la dirección de destino, pero dio varias vueltas a la calle donde se encontraba el hospital. Aparcó y se dirigió a la entrada, donde se quedó un instante pensando. Entró. Se acercó al mostrador de la recepción para preguntar por la habitación 22. En ese momento escuchó que lo llamaban, se giró y vio a un hombre que debía estar en torno a la cincuentena que se dirigía hacia él. Tenía aspecto cansado y los ojos vidriosos, enrojecidos por una mezcla de dolor y desesperación. Jukka tomó aire. No prometía nada bueno lo que iba a encontrar.
— ¡Señor Lehto! ¿Ha tenido buen viaje? Soy Rafael, el padre de Lorena — se estrecharon las manos—. Vamos a la cafetería. Querrá desayunar ¿no? De todas formas, ahora ella está durmiendo. Los calmantes la ayudan. No son horas de visita, pero lo he arreglado todo para que pueda pasar —Jukka recordó que Lorena le había comentado en alguna ocasión que su padre era alguien importante del ayuntamiento.
— Gracias. La verdad es que necesito un café. —dijo Jukka mientras trataba de salir de la espesa nebulosa del cansancio.
— Disculpe, pero no me lo imaginaba así. Tenía otra idea acerca de un profesor de Universidad. —dijo Melero con tono sorprendido.
Jukka notó la mirada escrutadora de su interlocutor. Imaginaba lo que estaba pensando: “Ya estamos con lo de profesor. ¿Qué pensará que pinta hay que tener? Está desconcertado. No tanto por el metro ochenta de altura. Él también es alto. El pelo. La melena por los hombros lo desconcierta. La barba estilo ‘tercio de Flandes’ que diría Arantxa. Las botas, los vaqueros y la chaqueta de cuero lo tienen intrigado. Pero qué rayos. Explico cine. No soy uno de esos pijos de Económicas o de Derecho”. Sus pensamientos estaban a punto de perderlo en un punto de no retorno.
— Si no es molestia… —comenzó Melero—, su apellido no es español ¿verdad?
— Es una larga historia familiar. Es finlandés. —Llegaron a la cafetería y Jukka pidió un café bien cargado—. Mi abuelo, en los años 40, llegó a España y acabó instalándose en esta zona. Cambió los eternos inviernos del norte por el sol de la costa.
— ¡Ah, bien! —dijo Melero con desgana para luego volver a la primera conversación—. Pero usted ya no vive aquí —inquirió Melero—, hace unos años sí ¿cierto? Cuando conoció a mi hija. Quiero decir, cuando le dio clases.
— En efecto —Jukka comenzó a darse cuenta, quizás por efecto de la cafeína, que Melero estaba iniciando una especie de interrogatorio. Tenía curiosidad por saber cuál era la causa del interés de su hija en este profesor. “Pero la curiosidad mató al gato” pensó mientras preparaba su contestación—. Ya sabe. En la Academia Valenciana del Cine.
— Sí. Sí. Recuerdo que hablaba muy bien de sus clases. La verdad es que eso alegró a toda la familia. Había empezado otra carrera y la abandonó.
— Arquitectura —sentenció Jukka.
— Exacto —replicó Melero observando con cierta sorpresa a Jukka—. Veo que está bien informado, que conoce cosas de mi hija. No imaginaba que se lo hubiera contado.
— Bueno —comenzó a decir para suavizar la situación— tenga usted presente que yo era el responsable académico de ese centro. Tenía acceso a los expedientes de todos los alumnos y figuraba si habían cursado algo con anterioridad. No recuerdo que ella me contara nada al respecto —mintió mientras terminaba el café. En el fondo sabía la historia: una carrera iniciada por obligación, tradición familiar lo llamaban, un año en Barcelona lleno de desastres tanto a nivel académico como sobre todo personal. Y un nuevo inicio en este peculiar centro para hacer lo que realmente le gustaba. Jukka no había olvidado el contenido de las numerosas horas que pasaron juntos hablando.
— Claro, claro —añadió Melero—. Parece ser que los alumnos sintieron mucho que se fuera.
— No lo creo. Por cierto, señor Melero —inquirió Jukka dando un giro a la conversación— ¿qué es lo que ha ocurrido? Me comentó por teléfono algo de un accidente.
— Fue hace una semana. Lorena había venido a vernos, quería decirnos algo muy importante. Se ha instalado en Alicante. ¿Sabe que ha montado una empresa por su cuenta? Se dedica a hacer fotos. Pues nada más llegar, justo cuando estaba cruzando una calle ocurrió una desgracia, venía un coche y el conductor no la vio. Quién sabe. El caso es que fue… —a Melero se le enrojecieron los ojos y la voz se le quebró durante un instante—, fue brutal señor Lehto. El impacto la lanzó varios metros más adelante y no sólo eso, sino que el coche siguió, frenando, y la arrastró varios metros hasta que ya finalmente pasó por encima.
Jukka estaba lívido. En el fondo no es que sintiera aprehensión por el relato que le acababa de hacer su interlocutor de los hechos, sino por la circunstancia de que Lorena estuviera aún viva. Desde el 11 que había pasado todo hasta este día. Había leído noticias de accidentes similares y la muerte había sido instantánea. No pudo más que preguntar.
— Pero… entonces su estado…
— Muy malo. Los médicos no se explican cómo sigue aguantando. En el lugar del accidente sufrió una parada cardiorrespiratoria. La sacaron adelante, pero luego aquí… La han operado un par de veces, pero tiene órganos en muy mal estado… el coche le pasó por encima, le rompió algunas costillas. Fue…
— No siga. Por favor —interrumpió Jukka—. No se haga daño recodando. Debe de ser duro para usted —frase a la que siguió un pensamiento: “Pues claro que sí, menuda tontería acabo de decir, pues claro que debe de ser duro para el padre”. Luego, de manera inconsciente hizo otra pregunta—. ¿El conductor? ¿Se detuvo para ayudar?
— Es lo más triste. Se dio a la fuga, y la descripción del coche que han hecho algunos testigos apenas ayuda a localizarlo. La Policía está en ello.
Hubo un silencio por parte de los dos. Ambos se miraban como buscando preguntas y respuestas. Finalmente, Melero habló de nuevo.
— Señor Lehto. ¿Por qué quiere verlo mi hija? Parece como si esa insistencia es lo que la mantiene con vida. Se ha pasado siete días medio dormida por los calmantes. Pero cuando despertó el primer día tras la operación lo primero que nos dijo fue que los avisáramos. Cada vez que se despierta sus palabras son las mismas, la misma pregunta: “Papá, ¿has llamado a Lehto?”.
— No tengo ni idea. Desde que me fui de Alicante hace ya tres años no he tenido contacto con ella ni con nadie —mintió de nuevo Jukka—. Por cierto, ¿por qué han tardado seis días en llamarme? —pregunta que cayó como un mazazo sobre Melero.
— En fin. Creo que lo mejor es que subamos —fue la única respuesta.
Jukka asintió y le dijo que antes iba al aseo, “a poner orden en estas greñas” había tratado de bromear. Frente al espejo Jukka veía como resbalaba el agua sobre su rostro. Intentaba, también, poner en orden su melena. Comenzó a pensar en Melero y la escueta conversación que había tenido. Más que nada le intrigaba la actitud: “Su hija está jodida, y el tipo sólo intenta saber porque estoy aquí. Puede que sea lo normal. La última voluntad de alguien resulta ser un tipo de cuarenta y tantos años con aspecto de pirata. ¡Cielos! Hasta yo mismo me pregunto el por qué estoy aquí”.
Salió del baño y volvió junto a Melero. En ese instante sonó el móvil. Melero lo miró, nuevamente sorprendido, los riffs de guitarra sonaban especialmente potentes esa mañana. “La cafeína está haciendo su efecto”, pensó Jukka. La llamada era de Arantxa. «¿Tan temprano? ¡Ah, no! Si ya son las nueve”.
— Hola Arantxa, dime.
— Jukka, ¿cómo estás? Ayer te fuiste de manera tan misteriosa que me dejaste intranquila. ¿Va todo bien?
— Sí. No hay ningún problema —en el fondo se preguntaba que estaba pasando. Arantxa nunca se había interesado por él más allá de las conversaciones habituales. Nunca se habían llamado al móvil, que él recordara, ni habían cruzado correos de índole personal más allá de “te he dejado un DVD en el buzón”.
— Ya. Bueno, oye… ¿Vas a estar en tu despacho esta mañana?
— No —respondió sorprendido Jukka —. ¿No te marchas a Madrid esta mañana? De hecho, a estas horas siempre estás de viaje.
— No, no, no, no… Hoy me he quedado. Por eso te pregunto a qué hora vas a estar por el despacho.
Jukka se quedó pensativo. La verdad es que no había avisado a nadie de que se iba. Ni había puesto la preceptiva incidencia docente en el sistema. Normalmente los viernes no iban los alumnos, pero si el decano se enteraba de su ausencia le soltaría alguna de sus típicas y molestas puyas. Demasiado tenía que aguantar con los comentarios absurdos acerca del largo del pelo y “las pintas de rockero”.
— Arantxa. Escucha. Es que no estoy en Burgos… —hizo una pausa para pensar si continuaba o no—. Estoy en Elda.
— ¡Joder, tío! ¡Ya podías haber avisado!
— Arantxa… —le desconcertaba el enfado de su colega— ¿Avisar de qué?
— Tienes razón. Disculpa —se oyó como respiraba de manera profunda al otro lado del teléfono—. Oye, Jukka, cuando vuelvas me avisas y ya nos vemos otro día. Que te vaya bien.
Jukka se quedó perplejo mientras guardaba el teléfono en el bolsillo. “A lo mejor necesita cambiar de hora o que la ayude con algún trabajo en esas comisiones que nos roban la vida” Pensó insistentemente. Su mirada se encontró con la de Melero, quien, rápidamente, le hizo una pregunta que se veía venir. Pregunta en la que se podía adivinar cierto grado de malicia.
— ¿Su mujer? ¿Su pareja? No quisiera haberle causado molestia con este desplazamiento tan inesperado.
— No. No tengo pareja, ni estoy casado —frase que trató de enfatizar—. Se trataba de una compañera de trabajo.
— ¡Ya!
En silencio llegaron al ascensor y subieron a la segunda planta. Caminaron por un largo pasillo. A Jukka, como a tanta gente, no le gustaban los hospitales. No es que los asociara a enfermedad, dolor y sufrimiento, que lo hacía, sino que le repelían esos espacios pulcros, los largos pasillos, la racionalidad de las ventanas, puertas y segmentación espacial. Los colores le producían un sentimiento contradictorio. Como en otras ocasiones en las que había acudido a un hospital bien por necesidad bien por cortesía, en cuanto divisó las paredes pintadas de blanco y crema, pensó en lo que él había identificado como una paradoja constante: “Si es tan necesario relajar con los colores, ¿por qué siempre la gama de blancos, grises y colores crema? Al final se degradan y dejan en evidencia lo que se quiere evitar: la mugre. Además, la cantidad de lugares en los que no hay luz al final crean bocas de lobo en los pasillos”. También sentía aversión por el olor. Un aroma que contenía la mezcla de cóctel de medicamentos, limpiadores ácidos y antideslizantes. Lo detestaba. Pero sabía que era necesario. Higiene. Sus pensamientos se detuvieron ahí, de manera abrupta una vez más. Habían llegado frente a la puerta de la habitación 22.
Por primera vez desde que había llegado se sintió nervioso. ¿Qué iba a encontrar al otro lado de la puerta? Reencontrar una parte del pasado en las condiciones que le habían dicho no era lo más deseable. Notó que el pulso se le aceleraba. Intentó tranquilizarse intentando poner en orden su melena. Melero le dijo que esperara que iba a entrar para ver si su hija estaba despierta. Cuando abrió la puerta pudo escuchar, antes de que la cerrara de nuevo, como decía “el profesor ese ha llegado”. Se escuchó el ruido de alguna pesada silla al moverse, un diálogo entrecortado, y al abrirse de nuevo la puerta una voz de mujer, joven a juzgar por el tono, que decía algo así como “todo va a estar bien”. De la habitación salió Melero con una mujer, también en la cincuentena, que obviamente sería la madre de Lorena.
— Mi esposa —indicó Melero—. María López.
— Encantado… —comenzó a decir Jukka, pero cambió el sentido de la frase—, aunque lamento hacerlo en estas circunstancias.
Mientras estrechaba la mano de la señora López, Jukka se dijo a sí mismo que había hecho el tonto. Esa falsa solemnidad de la frase hecha no era lo suyo. Se sintió no sólo observado, sino escrutado por ella. “La madre que protege a la cría” reflexionó mentalmente.
— Pase —le indicó Melero—.
Jukka abrió la puerta y entró en la habitación. La luz entraba y quedaba filtrada por unas cortinas blancas. Como un velo sobre la vista. “Parece un jodido sudario” pensó Jukka. La habitación tenía un tamaño medio. Había dos camas, orientadas hacia el sur, separadas por una cortina. En el lado derecho se encontraba un armario y en la pared de enfrente de las camas el omnipresente televisor colocado sobre un soporte. Estaba apagado y reinaba un profundo silencio. Debajo de había un sillón de aspecto cómodo, mullido y que invitaba a descabezar un sueño. Jukka miró hacia le ventana, intentando divisar el cuerpo que se apreciaba en la cama que estaba junto a ella. Distrajo su mirada al sentir unos pasos delante de él. Se percató en una chica joven que se parecía enormemente a Lorena. Casi idéntica salvo por algún detalle en la mirada y el esbozo de los labios. Por fin, detrás de ella divisó la figura de Lorena en la cama. Tenía los ojos cerrados.
— Acaba de dormirse otra vez —dijo la chica que estaba frente a él—. Soy Sandra. Su hermana.
— Hola Sandra, soy… bueno… ya sabes —dijo él.
— Sí. No te preocupes. Se despertará enseguida. Ya sabes que estás aquí. Un momento.
Jukka observó que Sandra se dirigió a sus padres, que se encontraban en el umbral de la puerta. Les dijo algo en voz baja. Percibió un gesto de desaprobación en ambos, pero ella gesticulaba y señalaba indistintamente primero a Jukka y luego a su hermana. Los padres salieron, aunque Jukka se quedó sorprendido por la mirada que el señor Melero le dirigió. No llegaba a comprender si era de ánimo o de odio.
— Ven —la voz de Sandra lo devolvió a la realidad—. Acércate a la cama, te puedes sentar en el borde.
Jukka se acercó a la cama y por primera vez tuvo una idea de lo ocurrido. Aunque estaba tapada y llevaba la bata del hospital, el cuerpo de Lorena se veía maltrecho. Uno de los brazos estaba escayolado. Tenía contusiones y magulladuras en la cara. Un nuevo pensamiento en la mente de Jukka: “Su rostro de diamante ha perdido el brillo”. Una pequeña herida se inclinaba en su frente. De manera tímida asomaba la marca de un hematoma por el cuello y el escote redondo de la bata. Se perdía más allá de la vista, pero el color purpúreo anunciaba el desastre ocurrido. Jukka se percató en el gotero y su incesante suministro translúcido de calmantes, antibióticos y otros compuestos que intuía servirían para aliviar el dolor y combatir sus heridas. En todo caso para alargar la vida. O para evitar el necesario descanso final. Jukka sintió una opresión en el corazón y la respiración se le agitó. Sus ojos se humedecieron.
— Jukka… —Sandra se dirigió a él por su nombre, lo que le hizo entender que con ella no tenía nada que esconder—. Mi hermana se muere. Por favor. Se bueno con ella. No le rompas el corazón otra vez, ¿vale?
— No… —comenzó a decir Jukka.
— No digas nada —le dijo Sandra poniéndole la mano en el hombro—, tan solo recuerda cuando la conociste, todo lo que hablasteis; pero sobre todo lo que no os dijisteis. Yo os voy a dejar solos. Voy a llevar a mis padres fuera un rato, necesitan descansar. Cualquier emergencia ya sabes, avisas a las enfermeras y me llamas, te apunto aquí mi número.
Mientras Sandra apuntaba el número en un pañuelo de papel, Jukka se quedó sorprendido de la capacidad que tenía para organizar las cosas. De cómo era capaz de mantener la cabeza despejada y lúcida en un momento como este y sobre todo con su hermana en la cama en un estado más cerca de la agonía que de la vida. Sobre todo, teniendo en cuenta su juventud. Veintitrés años. Ella se acercó a él para entregarle el papel.
— Ella, ahí, en esa cama, y el responsable de esto impune. ¡Vaya mierda! —terció Jukka indignado.
— Lo están buscando —susurró Sandra, mientras acariciaba el pelo de su hermana—. Tarde o temprano lo cogerán… Es cuestión de tiempo. Lo cogeremos.
Al decir esta última frase miró directamente a Jukka. Él se quedó sorprendido al ver un extraño brillo en los ojos de Sandra. No lograba identificar si ese brillo era fruto del dolor, de la rabia o de algo más poderoso. En cualquier caso, sus miradas conectaron. Sintió como si toda su indignación se la estuviera transmitiendo y clamara por un poco de paz en toda esta dolorosa situación.
Sandra se acercó de nuevo a la cama y se sentó en el borde. Con una mano le indicó a Jukka que se pusiera junto a ella. Mientras, ella comenzó a acariciar la larga melena castaña de su hermana. Con tanta suavidad y cariño que a Jukka se le removieron las entrañas. A continuación, Sandra acarició el rostro de Lorena y al notar que esta se movió levemente se acercó al oído y le susurró unas palabras.
Lorena abrió los ojos y miró cansinamente a su alrededor. Se notaba que estaba adormecida y que le costaba percibir donde estaba y lo que estaba ocurriendo. Pero la borrosa figura que estaba al lado de su hermana se hizo nítida y enseguida reaccionó.
— ¡Jukka! —alcanzó a decir al tiempo que empezaban a resbalar las lágrimas por sus mejillas—. ¡Pero… tu pelo! Has cambiado —dijo Lorena sorprendida pues recordaba a Jukka con el pelo corto.
Sandra se apartó y salió silenciosamente de la habitación. Jukka se sentó en el borde de la cama y cogió la mano de Lorena. No lloraba, pero notaba sus ojos humedecidos y una opresión en el pecho. Con la otra mano acarició la mejilla de Lorena. Sus ojos se miraban.
— Mi estimada Lorena. No esperaba tener que verte en este estado.
— Jukka… No es mi culpa…
— Ya lo sé. Recuerda: no hay culpa.
— ¿Cómo estás? ¿Cómo te va en Burgos?
— En Burgoslavia —bromeó sin darse cuenta de que al reír Lorena experimentó dolor—. Lo siento no quería hacerte reír.
— No importa. ¿Burgoslavia?
— Es por el frío —dijo Jukka, omitiendo parte de lo que estaba pensando: “Es todo tan frío.”
— Me sorprendió mucho que te fueras. No me avisaste antes.
— Te envié un mensaje el mismo día que me trasladé. Al móvil.
— Lo sé. Lo recibí —Lorena miró hacia la ventana—. No son formas de hacerlo. Me pasé el día llorando. ¿Sabes qué día te fuiste?
— Sí. El 26 de julio. El día de tu cumpleaños —Jukka, sin saber muy bien porqué, se sintió extrañamente avergonzado—. Han pasado ya dos años, Lorena. ¿No has podido olvidar?
— ¿Y tú?
— No —sentenció sinceramente Jukka—. ¿Sabes?
— ¿Qué?
— La noche antes de marcharme intenté llamarte. Llegué a marcar tu número… pero no me atreví a enviar la llamada.
— Pero… ¿por qué?
— Tenía miedo. En serio.
— ¿Miedo… a mí? —dijo Lorena al tiempo que intentaba levantar una mano para alcanzar a Jukka, pero no pudo por el dolor. Él cogió su mano y la acarició.
— Lorena, tenía miedo a que al oír tu voz cambiara de opinión. Si te hubiera dicho que me iba, que dejaba el trabajo, y me hubieras rogado una sola vez que me quedara, lo habría hecho. Desde que te conocí fuiste una parte de mí, y la mitad del tiempo ni lo sabías —al acabar la frase Jukka se dio cuenta de que Lorena se había quedado dormida. “Malditos calmantes” se dijo. Se quedó junto a ella, sentado en la cama, sosteniendo su mano entre las suyas.
2
Jukka hizo memoria. Otoño de 2006. Academia Valenciana del Cine. Inaugurado dos años atrás, el Centro —como solían llamarlo— había surgido de la mente de unos cuantos profesionales del audiovisual y políticos de la Comunidad Valenciana. El proyecto tenía el ambicioso objetivo de formar a las nuevas generaciones de cineastas, desde directores hasta carpinteros. Una utopía desde luego, puesto que no había tejido profesional activo en la ciudad de Alicante. Al menos en la cantidad prevista como para mantener en funcionamiento un centro de enseñanza dotado de un enorme estudio de cine que permanecía vacío e inactivo durante demasiado tiempo.
El proyecto se había agigantado con la entrada en escena de una de las universidades públicas en entorno, que se empecinó en tutelar la carrera de Comunicación Audiovisual. Para ello efectuó una convocatoria para nombrar un responsable académico. Esa convocatoria se cruzó en la vida de Jukka. Desde que se doctoró en cine había estado trabajando en universidades de México y Colombia, pero cansado de la lejanía de su tierra —sus orígenes finlandeses siempre los consideró anecdóticos— decidió volver con lo puesto. Lo que incluía un abultado curriculum gracias al cual ganó por goleada a los otros pretendientes a la plaza. En consecuencia, era su tarea respetar la normativa y legislación universitaria vigente para con los alumnos y su título. Hasta ahí no había problema. La complicación surgió cuando la dirección general del complejo fue asignada a un tecnócrata, Adolfo Lábaro, cuya misión era rentabilizar las instalaciones y los recursos humanos.
Obviamente su elección no tenía nada que ver con líneas de curriculum, ni preparación académica, ni idoneidad para el puesto de trabajo. Se debía a un nombramiento de carácter político.
La opinión que se forjó Jukka fue la de que Lábaro era un cantamañanas embutido en un traje. Una prueba de ese carácter habían sido las numerosas reuniones con representantes de diversas universidades europeas y americanas en las que Lábaro había empleado una verborrea extraña que él consideraba inglés al cien por cien. Jukka había aguantado la risa, la carcajada en numerosas ocasiones, cuando había escuchado al director general emplear frases como “I arrive with my tongue out”, “this is the drop that fills the glass to the brim” o “look you for where”. Si había llegado al puesto de Director General no había sido más que debido a una llamada que alguien en un despacho de las altas esferas políticas había hecho a otro despacho y así sucesivamente.
Como responsable de la gestión, Lábaro presumía de ejercer el control de aquel lugar “con mano de hierro, pero con guante de seda”. También solía acabar numerosas frases con una coletilla que exasperaba a Jukka: “cuidado exquisito”. En realidad, sus acciones, palabras y actitudes tan solo reflejaban autoritarismo. Lábaro era un hombre de mediana estatura, pelo canoso que llevaba siempre engominado hacia atrás. Rostro redondo y con muestras de un prematuro envejecimiento. Fumador empedernido lo rodeaba un tufo a nicotina y humo que anunciaba con antelación su presencia. Sus ojos habitualmente, desde primeras horas de la mañana, reflejaban un brillo acuoso producto de su enfermiza adicción al alcohol. No obstante, era el jefe y había que acatar sus órdenes por extrañas y contradictorias que fueran.
Lábaro tuvo la genial idea de diseñar unos cursos de cine, actuación y aspectos técnicos por los que se cobraba una cifra desorbitada que constituían un claro ejemplo de competencia desleal no solo a la formación reglada de los módulos de formación profesional sino a la propia carrera universitaria que se impartía en la Academia. Pero, contando con la aquiescencia del gobierno autonómico, estaba claro que lo único importante era sacar dinero. Sin importar los medios. Cuando Jukka se empezaba a cabrear por alguna de estas cuestiones, se trataba de calmar a sí mismo recitándose a Quevedo: “Poderoso caballero es Don Dinero”.
Que tres años después de su apertura la realidad económica y profesional de la Academia era una ruina no era un secreto para nadie. De manera que la vida dentro de aquel fastuoso edificio mitad Bauhaus mitad Casa del Fascio había iniciado un vertiginoso descenso al infierno, arrastrando a los veinte profesores y un centenar de alumnos que acudían cada día. Pero, así y todo, Jukka vivía para su pasión: enseñar.
Jukka tenía la costumbre de llegar al aula antes que los alumnos. Le gustaba preparar la clase con metódica tranquilidad. Abría el armario donde se guardaba el ordenador, lo encendía, a continuación, el proyector, presionaba el interruptor para bajar la pantalla y probaba que los altavoces estuvieran encendidos. Una vez encendido el ordenador, introducía su clave en la cuenta de profesor buscaba la carpeta de archivos donde estaban las imágenes y videos que iba a utilizar ese día.
Pero ese martes en especial notó, cuando se encontraba a mitad de preparación de su típico protocolo, que había entrado alguien en la clase. Miró y vio a una chica que estaba sacando un portátil de su mochila y ocupando su sitio. No le dio mayor importancia y tras decir un “buenos días” al aire y sin esperar respuesta siguió preparando todo. Cuando terminó, se sentó, sacó los apuntes de la carpeta —aunque siempre terminaba abandonándolos— y los puso sobre la mesa. Se remangó las mangas y miró al frente esperando que llegara la veintena de alumnos que estaban matriculados ese año en su asignatura de Teoría del Arte. Se fijo que la chica que estaba en el aula lo estaba mirando. Tenía la cabeza ladeada apoyada en una mano. El flequillo de una larga melena castaña con algo de tinte rojizo le caía sobre la mitad de la cara. Sus labios eran finos y pintados de rojo vivo. Los ojos reflejaban algo de melancolía. Jukka dedujo que esa mirada debía encontrarse, en ese preciso momento, en el espacio etéreo de los sueños, ya que dio por sentado que la alumna estaba dormida con los ojos abiertos, un fenómeno que había detectado en más de un estudiante a lo largo de sus años como docente. Jukka se levantó, casi para experimentar su teoría, y se acercó a ella. Pero para sorpresa de Jukka se dio cuenta de que no estaba dormida ya que la mirada de la chica lo siguió. No tuvo más remedio que romper el silencio.
— ¿Qué tal? Dispuesta a una nueva semana de clases ¿no?
— Sí, claro.
— No recuerdo tu nombre.
— Lorena Melero López.
— Pues nada… —Jukka no sabía muy bien que decir, de modo que puso un tono burlonamente serio— Lorena Melero López espero que te guste la asignatura.
— Ya lo creo. Me gusta el arte —dijo ella de manera sincera, motivando que Jukka reflexionara—. «¡Vaya! Espero que sea verdad, siempre dicen lo mismo y al final vienen mendigando el aprobado”.
Jukka sonrió y salió del aula. A lo lejos del pasillo aparecieron los primeros alumnos y alumnas con sus mochilas en las que llevaban los portátiles. Sonrió para sí pensando en que la dirección del Academia Valenciana del Cine había prohibido el uso de los portátiles en las aulas ya que algunos profesores se habían quejado de que los alumnos no atendían las clases y se dedicaban a ver videos, a jugar online, a chatear con los amigos e incluso a descargar porno. Desde luego que Jukka no pensaba aplicar esa medida en sus clases. Como responsable académico debía dar ejemplo y acatar las órdenes de la dirección, pero si algo tenía claro es que por encima de todo estaba la libertad de cátedra, y que en virtud de esa libertad no iba a imponer medidas punitivas. Si alguien no atendía le daba igual, era responsabilidad de cada uno tomar decisiones y ser coherente con ellas. Sabía que Lábaro se enteraría enseguida de su actitud y le llamaría al despacho para tratar de convencerlo de lo importante que son las normas y las actitudes. Pero primero tenía que dar su clase. Las reprimendas vendrían luego.
Fue saludando a los alumnos y a alguno de los profesores que se dirigían a las aulas. Cuando estuvieron dentro, inició la clase que ese día analizaba las relaciones del expresionismo alemán con el cine. La hora y media de clase pasó aparentemente rápida. Fue de esos días en los que los minutos parece que tienen prisa por escapar. Al concluir la clase se produjo la típica estampida de los alumnos. Jukka recogió sus cosas, apagó el ordenador y se dirigió a la puerta. Allí coincidió con Lorena.
— Me ha gustado mucho la clase —dijo ella, sin apenas mirarlo.
—Me alegro —dijo Jukka pensando en si realmente era sincera o estaba tratando de hacerle la pelota.
— En serio. Me gusta mucho la arquitectura.
— ¿En serio? Bueno, pues espero que te aprendas bien este tema, por si cae en el examen.
— Vale —dijo inocentemente ella, tras lo cual salió del aula y apretó el paso para ir a reunirse en la cafetería con sus compañeros.
Jukka subió a su despacho. De camino se encontró con Victoria, una de las profesoras. Comenzaron a hablar de temas laborales ya que corrían rumores de que este mes se iba a retrasar el pago de las nóminas. La conversación fue interrumpida por la aparición, así podría describirse, de Mario, profesor de la asignatura de guión, que llegó anunciando a todo volumen que esa tarde presentaba su enésima novela en una librería del centro de la ciudad, vino gratis incluido en el acto. Jukka y Victoria prometieron solemnemente acudir, aunque luego no lo hicieran. Entraron en el despacho de Jukka, un pequeño espacio con paredes de cristal y láminas de madera en los laterales, una ventana enorme con una impresionante vista hacia el Mediterráneo que permitía la entrada de una luz desproporcionada. Continuaron la conversación sobre el preocupante tema de las nóminas para luego pasar a otros menos intensos como las prácticas de los alumnos. Terminados los temas del día, Victoria salió y Jukka iba a hacer lo mismo, pero al salir se topó de lleno con Lorena que se encontraba esperando fuera. Casi la arrolla.
— Hola —dijo ella—, he venido por lo del trabajo. El de tu asignatura.
— ¡Ah, eh… bien! Pasa al despacho.
— Si te pillo en mal momento…
— No, no, no… que va.
Luego él le explicó lo que tenía que hacer, que sí, que podía entregar una fotografía pero que fuera original a la hora de hacerla y que la acompañara de una explicación. Le recordó la obligatoriedad de entregar un trabajo sobre el libro Lo espiritual en el arte de Kandinsky y poco más.
Se sucedieron los días de clase, pasaron las semanas y sin darse apenas cuenta llegó el final del cuatrimestre con la evaluación. Los trabajos se acumulaban en su despacho, alguno de ellos realmente originales. Entre ellos estaba el de Lorena, cuidadosamente envuelto en papel. Lo abrió y se encontró con un retrato. Pensó que era de ella, pero luego se dio cuenta de que era de su hermana. Medio sorprendido Jukka se empezó a reír mientras pensaba: «¡Tiene bemoles la chiquilla! Entregarme como trabajo una foto de la hermana. ¡Anda que sí!” Pero poco a poco empezó a ver que en realidad el retrato era un maravilloso collage hecho a base de otros fragmentos de retrato. Le dio la vuelta y encontró una nota detrás explicando el porqué de ese trabajo.
— ¡Vaya cara más guapa! —escuchó Jukka que decían desde la puerta. No se había dado cuenta de que había entrado Concepción, otra de las profesoras encargada de la secretaría académica.
— Ya ves. Pido un trabajo creativo y una alumna me ha dado esto. Una foto de su hermana —respondió Jukka, aunque luego comenzó a matizar—. Pero bueno, la técnica es lo que importa.
Días después Jukka se encontró corrigiendo el trabajo de Kandinsky que había redactado Lorena. No salía de su asombro. Aparte del hecho de que empezaba asegurando que tenía una lámina de Kandinsky en su dormitorio —lo cual estaba fuera de lugar para un trabajo de asignatura—, la redacción era impecable. La parcelación de los contenidos estaba realizada con un esmero y una claridad que demostraban gran inteligencia. Jukka se resistió, por un momento pensó que se encontraba delante del típico trabajo fusilado de internet, pero tras hacer una comprobación escribiendo párrafos en Google, tuvo que claudicar con sus reservas y calificar el trabajo. Con el bolígrafo verde escribió en la parte superior derecha un 9,5. Pero no levantó el boli. Se quedó mirando y se dijo: «¡Qué narices! Lo que es justo es justo” y tachó esa calificación para poner un 10.
Se quedó pensativo. Se giró en su sillón y se puso a mirar por la ventana, viendo las nubes que se cernían sobre la costa y como el levante, enfurecido, agitaba las palmeras y las banderas que estaban en la entrada del edificio. La Senyera parecía pelearse con la bandera de la Unión Europea mientras que la de España, enredada por un giro inesperado de la tela, parecía ir en otra dirección. El estado ensimismado se rompió cuando del despacho de al lado se escuchó la voz, con acento andaluz, de Javier, el profesor de fotografía, que lanzó el típico alarido que solía emitir una vez a la semana: “¡San Viernes! ¡Fin de semana! ¿Quién se baja a por unas cañas?”. Jukka sonrió. Fin de semana. A desconectar.
Pero la sorpresa para Jukka no había terminado. Si había quedado impresionado por ese trabajo no menos quedó cuando la semana siguiente entregó otro de redacción y estructura perfecta. Un comentario sobre los espacios arquitectónicos en la película 2001 de Kubrick. Jukka, volvió a hacer una cata en internet y no encontró ningún rastro de plagio. Estaba tan escarmentado de la típica picaresca estudiantil que siempre tomaba esa precaución. Pero estaba encontrando una especie de diamante en bruto. Es más, pensó en una especie de némesis. Con mucho camino por recorrer, pero con el tiempo y los conocimientos adecuados, podría aprovechar ese talento que parecía innato. Pocos días después citó a Lorena a tutoría. La felicitó tanto por la foto como por los trabajos redactados. Le hizo la propuesta de ampliar el último trabajo que había realizado para poderlo convertir en un artículo. Para sorpresa de Jukka ella aceptó encantada.
A partir de ese momento, Jukka sintió que en las clases no podía parar de fijarse en ella, y ella tomaba notas sin apartar la mirada de él. Se sorprendía a ratos pensando en que estaba vampirizando sus conocimientos. A diferencia de otros profesores que confiaban en el dictado de apuntes obsoletos, o en la lectura en el aula del contenido de saturadas diapositivas de powerpoint, Jukka quería que sus alumnos buscaran y razonaran. Que discutieran. No entendía la docencia como una serie de conferencias —o una única conferencia de cuatro meses de duración en el peor de los casos— donde el profesor se lucía y presumía de sus conocimientos. Para eso estaban otros foros. Cada día al entrar en el aula se recordaba la máxima de Goethe: “Comprender significa ser capaz de hacer”. Sentía la mayor de las satisfacciones cuando los apuntes se transformaban en la realidad de una práctica bien hecha.
Pero en otros momentos no sabía cómo interpretar ese cruce de miradas. ¿Atracción? Jukka trataba de mantenerse al margen de ese tipo de situaciones por las que ya había visto pasar a algunos colegas de otros centros de trabajo. A veces sentía que se ahogaba y se decía hasta la saciedad: «¡Joder! Típicas bobadas de profesor alumna, a ver si me centro”. Pero cada vez costaba más. Había días que no podía. En cierta ocasión llegó al despacho presa del nerviosismo. Victoria le preguntó si le pasaba algo y él tan sólo pudo contestar algo muy vago: “Luchando con mis demonios. Todos tenemos demonios, ¿no?”. Ella inquirió, en realidad quería ayudarlo, bien sabía las presiones a las que lo sometía Lábaro, pero Jukka no quiso ahondar en el tema.
Además, para complicar aún más sus temores, de manera cada vez más frecuente Lorena iba a tutoría. Las conversaciones que al principio eran sobre cuestiones de las clases, las prácticas y las dudas ante la redacción del artículo que estaba preparando fueron derivando a otros temas más cotidianos y, era de esperar, a otros de índole personal. Así es como supo que había comenzado a estudiar arquitectura en Barcelona, obligada por la tradición familiar, ya que, si bien su padre no había estudiado dicha carrera, el resto de la familia provenía de una casta de arquitectos. Supo de cómo se aburría en las clases y como poco a poco fue perdiendo el interés por la carrera para abandonarla dos años después de haberla empezado. De cómo el desinterés se tradujo en distracción y en un noviazgo falto de afecto. De un regreso, obligado, al hogar familiar y una especie de ultimátum para que encarrilara su vida. La decisión de estudiar Comunicación Audiovisual fue un acierto ya que siempre había demostrado un talento especial para la fotografía.
Poco a poco, Jukka abandonó las tutorías de despacho por tutorías de cafetería, algo que había aprendido de su director de tesis unos años antes y que había resultado muy útil. Pero en realidad, aunque tratara de convencer al resto de colegas y al omnipresente director del centro de que eran tutorías, lo cierto es que no eran más que largas charlas a última hora de la tarde en las que iban y venían ideas, anhelos, planes de futuro, etc. Todo con la tutela y complicidad de Omar, el encargado de la cafetería, que les solía reservar una mesa que se encontraba discretamente escondida tras un panel de anuncios. En otras ocasiones se encontraban en la entrada del edificio, y mirando al mar, sintiendo la húmeda brisa del levante cargada de salitre, conversaban aprovechando los minutos hasta el final. En alguna ocasión caminaron siguiendo el perímetro del edificio y Jukka sonreía en su interior al imaginarse a Lábaro pidiendo que le hicieran una copia de las grabaciones de seguridad, pues el edificio estaba plagado de cámaras que vigilaban entradas, salidas y ángulos muertos. Aunque Jukka tenía la teoría de que en realidad esas cámaras no grababan nada.
También sabía Jukka que corrían rumores. La frecuencia de las tutorías, las conversaciones de cafetería o en el exterior despertaba la imaginación de más de uno. Pero en el fondo eran comentarios espurios fruto de mentes demasiado calenturientas y ociosas. Se convencía a sí mismo estructurando sus ideas: “Primero: no pasa nada entre nosotros. Segundo: si pasara algo somos dos personas adultas”.
Sin darse cuenta, tras las vacaciones del verano de por medio —lo que les obligó a estar distanciados, pero en contacto por medio del correo—, y una escapada de Jukka a Burgos, llegó un nuevo curso. Lorena se matriculó en la asignatura que Jukka impartía en el curso siguiente. Estética. La dinámica entre ellos fue similar al año anterior, aprovechaban cualquier oportunidad diaria para mantener alguna conversación. La asignatura comprendía prácticas de fotografía en las que se debían materializar las categorías y conceptos estéticos que explicaba. Rosenkranz, Nietzsche, Benjamin, Artaud, Baudelaire… Lecturas y reflexiones sobre bellezas no clásicas. Lorena parecía disfrutar. Las conversaciones se llenaron de nuevos conceptos.
La confianza entre ellos había aumentado y en ocasiones se intercambiaban sms durante el día. Se cruzaban en los pasillos y Jukka notaba como Lorena, si iba en compañía de otros compañeros bajaba el rostro y lo miraba esquivamente sonriendo, con una mezcla de picardía y nostalgia en la mirada. Sin embargo, por mucho cuidado que Jukka ponía en mantener un límite y no cruzar más allá de la amistad —insólita desde luego para un profesor y una alumna— lo cierto es que en algún momento algo podría torcerse.
Marzo suele ser un mes de viento. Aquel día en concreto, a pesar del radiante sol, hacía un vendaval de levante abrumador. Las pocas nubes que había en el cielo se desplazaban a gran velocidad. Jukka había estado esperando un día así para tener una clase especial. Vio el estado del tiempo y avisó a los alumnos de que la clase se iba a desarrollar en la playa.
A pocos kilómetros de donde se encontraba la Academia Valenciana del Cine había una playa. La Playa del Saladar, aunque todo el mundo la conocía por el complejo de viviendas que se construyeron allí en los años 70: Urbanova. El proyecto de reconvertir los humedales en zona urbanizada quedó estancado varias décadas atrás. Tan solo se construyeron unas decenas de edificios que en la actualidad mostraban, en la mayoría de los casos, un aspecto deslucido. Además, por encima de este lugar surcaban el cielo los aviones del cercano aeropuerto de El Altet, en una incesante procesión de aterrizajes y despegues que adornaban el ambiente con la cadencia de turbinas acelerando y decelerando. En el fondo, Jukka consideraba que aquel era un lugar tranquilo, ya que desde octubre hasta abril apenas había gente. Únicamente alguno de los residentes en las pocas viviendas habitadas que salían a pasear durante las primeras horas de la tarde, o los rezagados que alargaban la sobremesa en los pocos restaurantes que permanecían abiertos durante todo el año. Su hora favorita, desde luego, el atardecer. Cuando la jornada de trabajo había sido intensa, y normalmente lo era, se acercaba hasta allí y caminaba durante horas por el paseo o si el tiempo lo permitía cerca de la orilla.
Aquel día, Jukka quería ilustrar el concepto de la naturaleza en el Romanticismo y a falta de bosques frondosos, mares helados o picos cubiertos de nieve, le parecía sensato que un levante de furia infernal capaz de tragarse la costa sería un buen sustituto. Avisó a los alumnos para que se repartieran en coches y les dijo donde los esperaba. Se llevó además unos textos de Goethe y Turner. Cuando estuvieron todos en la playa Jukka inició su insólita clase, gritando al viento para hacerse escuchar y entender. Los alumnos, sentados en semicírculo alrededor de Jukka, estaban como hipnotizados al verse en la playa, luchando contra los elementos para poder entender algo. Jukka les insistía en lo importante que era sentir la naturaleza, la tierra, el mar, el viento para tener conciencia de uno mismo, de la libertad. Se dio cuenta que Lorena lo miraba electrizada, realmente hechizada. Jukka, en plena explicación les invitó a gritar al viento. Un grito vital, les dijo, “como si os fuera la vida en ello”. Veinte personas gritaron al unísono contra el viento. Un grito duró más que los demás. Jukka sonrió al ver a Lorena recuperando el aliento. Luego los invitó a que caminaran solos por la playa buscando una definición de belleza. Tras veinte minutos los llamó cerca de la muralla del paseo y les empezó a preguntar. Cuando llegó delante de Lorena y ésta iba a contestar, una inoportuna racha de viento le sacudió su larga melena poniéndose delante de su rostro y tapándole la boca. Ella intentó apartar la cabellera, pero solo estaba consiguiendo enredarse más. Jukka, en un gesto inconsciente, le apartó el pelo del rostro sosteniéndolo entre sus dedos. Ella se ruborizó, él sin soltar el pelo, miró hacia el suelo mientras escuchaba risas y comentarios en voz baja por parte del resto de alumnos. Un pensamiento pasó por su mente: “Acabo de cagarla, joder”. Miró a Lorena, quien estaba quieta mirándolo expectante, y anunció el final de la clase. Regresando a su coche le pareció escuchar la voz de Lorena que decía “belleza eres tú”, pero prefirió no cerciorarse, no volver la vista atrás y pasar de largo.
Desafortunadamente para Jukka, al llegar a la Academia, la recepcionista le dijo que el director quería verlo. Sospechó sobre qué iba a tratar la conversación, pero se dijo que era demasiado pronto para ello. Se acercó a la puerta y llamó antes de entrar.
— ¿Sí? Adelante. Pase usted señor Lehto —dijo Lábaro con amabilidad.
— Tú dirás Adolfo —dijo directamente Jukka tratando de agilizar la bronca que esperaba recibir.
— ¿Qué tal todo? ¿Las clases bien? ¿Alguna queja de los alumnos? ¿Los profesores están tranquilos? —esta pregunta molestó a Jukka ya que demostraba que sabía de antemano que el profesorado estaba inquieto— No deben de preocuparse por esos bulos que corren por ahí. Siempre hay alguien dispuesto a jodernos con tonterías sindicales.
— Todo bien.
— Perfecto —sacó un cigarrillo y lo encendió—. Me han informado que has ido con los alumnos a la playa. ¿Es cierto eso?
— En efecto.
— ¡Qué original! —dio una larga calada al cigarrillo y acto seguido expelió el humo envolviendo su rostro en una humareda. Jukka sabía que ese era el momento: “Ahora empieza el espectáculo” —. ¿No tenías otra cosa mejor que hacer? ¿Te imaginas que se nos ahoga uno de los alumnos? El lío en el que me metes es bestial, a ver que les digo yo a los padres.
— Adolfo… No hemos ido a bañarnos, tú has visto el día que hace. Ha sido una clase de Estética, ¡joder! Además: es una carrera universitaria ¿qué pintan los padres? Son mayores de edad.
— ¿Y qué historia es esa de que le has metido mano a una alumna? —eso es lo que esperaba Jukka. Las noticias de lo que había pasado había llegado de manera desproporcionada y antes de que él mismo llegara a su coche. “Absurdo que en este puto centro unos se dediquen a espiar a otros. Los alumnos y los profesores se despellejan a escondidas cada vez que pueden”.
— Llama a la alumna a tu despacho. Habla con ella. Sin que esté yo presente.
— Mira Jukka, tú estás aquí porque yo quiero, no te hagas el legal ahora.
— Te recuerdo, Adolfo, que estoy aquí porque la Universidad convocó una plaza para ser el responsable académico de esto, que mi curriculum fue el mejor valorado y el que mayor puntuación sacó. Mi contrato está firmado con la Universidad no contigo. Tú eres el que llegó aquí a golpe de teléfono y a dedo.
— ¡A mí ni se te ocurra faltarme al respeto o te largo a la puta calle! —explotó Lábaro cuyo rostro estaba cambiando del color rojo al color púrpura por motivo del enfado.
— Vale. Tú mismo. ¿Puedo irme ya?
— Mira… —Lábaro rebajó el tono en uno de sus típicos altibajos— Entiendo que tengas ganas de hacértelo con alguna alumna. Hay mucha niña mona ahí afuera. Pero ten un poco de cuidado. ¡Joder! En público no.
— Te repito que llames a la alumna. Que te cuente ella.
— Bueno, ya veré. Anda lárgate con tu estética y tus filósofos a otra parte. Piensa como de costumbre, tío, con la cabeza. No con la bragueta.
Jukka salió del despacho. Se fue al suyo notando como por el camino algunos alumnos hablaban en voz baja y lo señalaban con la cabeza. “Vale. Vamos bien” pensó.
El zumbido del móvil lo apartó de estos recuerdos y lo trajo de nuevo a la realidad. Mientras cogía el teléfono para contestar miró a Lorena que descansaba plácidamente. Nada parecía indicar que en su cuerpo se estaba produciendo una lucha por la vida, o por la muerte. No conocía el número. Contestó en voz baja.
— ¿Sí?
— Soy Sandra. ¿Cómo va todo?
— Tu hermana duerme. Lleva así quince minutos.
— Vale. Cualquier cosa me avisas.
— Descuida.
Nada más cortar la llamada se abrió la puerta y entró una enfermera. Saludó y realizó una serie de comprobaciones. Puso el termómetro a Lorena, miró los niveles del gotero, revisó algo en un bloc y tras apuntar la temperatura salió. En ese momento Lorena abrió los ojos y buscó con la mirada a Jukka, quien se había acercado a la ventana y miraba con ojos cansados al horizonte. El no se había dado cuenta de que ella estaba despierta, por lo que se sorprendió cuando escuchó su voz.
— ¿Recuerdas el día que quedamos para ensayar la exposición del video que iba a hacer?
— Claro que lo recuerdo —dijo él volviéndose.
Jukka recordaba ese día con una nitidez impresionante. Lorena había hecho un trabajo impresionante el año anterior analizando un videoclip, y se le ocurrió que podría explicar a los del curso actual lo que había hecho. El análisis plano a plano, las influencias que tenían, los elementos visuales. Era un videoclip realizado con la técnica de rotoscopía, algo que la fascinaba, y que esperaba poder hacer algún día. Aquella tarde de primavera Jukka quería que Lorena ensayara. Ella le había dicho que le ponía nerviosa hablar en público, y estuvo a punto de rechazar la oferta de exponer su trabajo, pero Jukka confiaba en las posibilidades de ella. Le dijo que cuando explicara a los otros alumnos él estaría en el aula, que controlaría desde el fondo el tiempo y le iría dando indicaciones. Finalmente ella accedió y se llegó esa tarde con todo el material previsto.
Jukka había reservado un aula y tras pedir la llave en conserjería se fue allí para preparar el proyector y el ordenador. En ello estaba cuando llegó ella. Cuando Jukka la vio se quedó mudo por su aspecto. Nunca la había visto vestida de esa manera. Lorena llevaba unos leggings negros que marcaban el contorno de sus piernas, sus caderas y sus nalgas como una segunda piel. Una camiseta ajustada de color rojo marcaba sus pechos. La melena castaña reflejaba los rayos de sol que entraban por la ventana. Jukka sintió una atracción inmediata pero súbitamente un pensamiento se instaló en su mente: “No hay que cruzar la barrera. Nunca. Con lo de hace un mes ya vale”. Ella comenzó a exponer su trabajo, mientras que Jukka, sentado en la mesa corrida frente al ordenador hacía anotaciones en un papel para luego comentarla con ella. En un momento que Lorena se detuvo por no saber qué decir, él le dio un consejo para hablar: “Toda aula tiene el punto de los mil metros. Se encuentra frente a ti. Mires donde mires ahí está. Su utilidad es buscarlo y relajarte cuando sientas que te pones nerviosa. Te obliga a no mirar a nadie”. La contestación que dio Lorena lo dejó desconcertado “Pero tú no lo usas. Me miras a mí”. Jukka no supo que decir. En ese mismo momento Lorena se acercó a la mesa para apuntar algo en un folio que tenía preparado. Se inclinó y con sus nalgas rozó a Jukka, quien no reaccionó. Ella, dándole la espalda, se incorporó y se acercó aún más, pegándose a él. Jukka notó como ella estaba nerviosa. El levantó las manos a media altura como para intentar cogerla por los hombros, pero se detuvo. Lorena se giró y quedó mirando fijamente a Jukka. Él notaba como la respiración de ella era jadeante, como el pulso se le había acelerado, se notaba como palpitaban las venas de su cuello, sus labios humedecidos. También él se sentía extrañamente excitado. Su corazón latía desbocado, sus sienes sentían una opresión que empezaba a doler, sus músculos estaban tensos. Pero un pensamiento se cruzó en su mente: “Pasar de largo. Aunque quieras. No te metas en líos. Aquí no”. Cogió a Lorena de los hombros y acertó a decirle que no.
A continuación, todo volvió a la normalidad. Lorena continuó con su explicación, más nerviosa de lo que había empezado. Terminó de manera atropellada y apenas prestó atención a lo que le dijo Jukka. Tan solo miraba la puerta como queriendo huir. Salió rápidamente, en cuanto pudo.
— Lamento lo que pasó —dijo Lorena sacando a Jukka de su recuerdo.
— No pasó nada —añadió él, pero pensándolo bien se corrigió— Créeme si te digo que siento que no pasara nada.
— ¿Jukka? —preguntó ella sorprendida— ¿Estás seguro de lo que dices?
— Ya lo creo.
— Lorena, lo siento. Iba hasta arriba de ansiolíticos —aclaró Jukka, intentando justificar en este momento algo que había ocurrido hacía ya dos años.
— Me lo podías haber explicado —dijo Lorena—, lo hubiera entendido. Te hubiera ayudado, lo sabes ¿verdad?
— Lo sé. Pero me costaba pensar, me costaba actuar. Me pasaban las horas muertas en el despacho, mirando por la ventana. Te aseguro que el mejor momento de la semana era cuando os daba clase a los de tu grupo y te tenía cerca. O cuando venías a tutoría y nos poníamos a hablar.
— ¿Te acuerdas cuando lo de la matrícula de honor? —preguntó ella con ojos brillantes.
— Claro. Como olvidarlo. Recuerdo que te dije “¿si te pongo una matrícula de honor que me das?” —Lorena comenzó a reír al recordar la escena—, me soltaste un “Lo que tú quieras” mientras me mirabas de una manera seductora. Te aseguro que me costó no saltar por encima de le mesa, a pesar de las pastillas, la pose que tenía y como dijiste la frase. ¡Joder! Me hubiera fundido contigo en un abrazo.
— Pero eso sí lo hiciste al día siguiente ¿no? Con Giovanna. —le preguntó entre la curiosidad y el reproche refiriéndose a una alumna italiana.
— ¿Celos, Lorena?
— Me dijeron que estuviste con ella en un aula y que luego os fuisteis juntos en tu coche.
Jukka también recordó este momento. Le vino a la memoria Giovanna, una joven italiana, alta, con cuerpo de modelo —de hecho, había desfilado en alguna pasarela en Italia— y un rostro marmóreo de perfil clásico adornado por dos ojos de color celeste. Los compañeros de Jukka le lanzaban puyas siempre que podían con frases como “tío, te has quedado con la tía más buena de la tercera promoción” a lo que él solía responder con un irónico “no es mía, pero si crees que tienes posibilidades con ella inténtalo”. Desde luego recordaba el día que le había indicado Lorena ya que tenía el coche aparcado al lado del de un colega y los vio meterse en el coche y salir en dirección a la ciudad.
— Te voy a contar lo que pasó —empezó Jukka—. Giovanna era la alumna a la que le dirigía el trabajo final de la carrera. Estuvo trabajando muy duro durante todo el curso. Al día siguiente de lo que me cuentas era su examen ante el tribunal. Simplemente preparamos la defensa. Cuando terminó me pidió si la podía bajar a Alicante y dejarla al lado del Puerto ya que yo pasaba por ahí.
— Y… ¿lo del día siguiente?
— ¿Lo del día siguiente? No entiendo a qué te refieres Lorena.
— Al acabar el examen. Ella se echó en tus brazos…
Jukka recordó que el día del examen de Giovanna uno de los compañeros de Lorena se presentó en el aula con una cámara para “tomar nota de cómo es el procedimiento para cuando me toque el próximo año”. Ahora recordó que el chico también grabó la reacción de Giovanna fuera del aula cuando emocionada de alegría al haber sido calificada con una matrícula de honor abrazó y dio varios besos a Jukka. “Ya podía haber grabado este chaval la misma situación quince días después cuando, tras la ceremonia de graduación, quien me daba abrazos y las gracias era el padre de Giovanna, agradecido por haber tutelado a su hija y haberla ayudado a evaluar con éxito”.
— Lorena… Sabes que lo que estás diciendo es una tontería. Sabes bien lo que pasó porque Alberto lo grabó todo y es más que evidente que una cosa es la alegría y otra muy distinta la pasión desenfrenada.
— Disculpa —dijo Lorena—. No tiene sentido salir con estas cosas ahora. Ha sido una bobada, una chiquillería.
No pensaba lo mismo Jukka, quien se argumentó a sí mismo que era lo normal. Seguro que Lorena sabía en su interior que estaba viviendo los últimos momentos de su vida y quería respuestas, quería sobre todo saber el por qué de tantas cosas que había vivido y la razón de las que no iba a vivir.
— ¿Y tienes alguna alumna especial ahora?
— ¡No! —contestó Jukka enfadado—, ¿Pero ¿qué piensas? Mira. Lo tuyo fue algo especial. No le des más vueltas. No sabes lo mucho que has significado para mí.
— Significado —dijo con tono melancólico—. En pasado.
— Y en presente. Tenlo por seguro. De verdad.
— Comprende que me sintiera confusa… Me había hecho ilusiones y desapareciste.
— No me siento orgulloso de ello ya te lo he dicho. ¿Sabes por qué me fui? Estaba harto. Lábaro no paraba de insistir en despedir profesores, en tomar medidas punitivas contra quien reivindicara algo por insignificante que fuera. ¿Te acuerdas el día que todos los alumnos pedisteis acceso a más equipos ya que los tenían guardados en un armario sin uso? Pues su respuesta fue que había que expulsar al delegado de los alumnos. ¿Sabes quién paralizó esta estupidez? —Jukka tomó aire. Lorena lo observaba en silencio—. ¿Te acuerdas de un compañero de cuarto curso, Javi, al que llamabais Obiwan? —ella asintió en silencio— ¿Recuerdas que en 2007 se fue de Erasmus a la Universidad de Leeds? Pues le pilló las inundaciones de ese año. Me puso un mensaje diciendo que había perdido todo, y que no tenía como volver. ¿Sabes cuál fue la reacción de Lábaro? “¡Que se joda! ¡Ese tío es un caradura!”, eso es lo que dijo. Me tocó contactar con la familia, y con la embajada española en Londres hasta que al final conseguimos traerlo de vuelta. ¿Sabes quién fue al aeropuerto a esperarlo junto a la familia para presumir de que la Academia cuida a sus alumnos?
— Tú —dijo Lorena con voz apenas audible.
— No, estimada, fue Lábaro. A sacarse una bonita foto —volvió a respirar profundamente y continuó—. ¿Te acuerdas de Julio, Manolo, Marían, Joan, Leyre? —Lorena miraba en silencio, recordaba que eran profesores que le habían dado clases—. Durante tres años, desde 2004, Lábaro me insistía en que había que despedirlos. No había motivos ¿sabes? Sólo porque a él le daba la gana. Esgrimía razones como el sobrepeso de alguno de ellos, o el físico de alguna profesora. ¿Sabes para qué? Para poder enchufar a algún amigo o devolver algún favor a sus amigos políticos. —instintivamente Jukka cogió una botella de agua que había en la mesita junto a la cama de Lorena y bebió—. ¿Te acuerdas de tus compañeros que fueron a Ucrania? Con ese absurdo convenio firmado con la Universidad de Sebastopol —Lorena asintió de nuevo— ¿Sabes lo que es recibir una llamada a las cuatro de la madrugada desde Ucrania, hecha por Nekane, la profesora que los acompañó, acojonada porque habían hospedado al grupo en un albergue ubicado en un polígono industrial lleno de tíos borrachos? Se suponía que iban a un hotel de lujo, pero los metieron en un tugurio. ¿Sabes lo que es escuchar a una colega diciendo que tiene miedo a que la violen una pandilla de los tipos que pululan por ahí? Que te cuenten con voz angustiada que su habitación no tiene ni puerta no es precisamente algo que desees escuchar. ¿Lo sabes verdad?
— Sí —contestó Lorena— mis compañeros nos contaban cosas y nos mandaron fotos. También que te avisaron.
— Pues entonces ya sabes quién buscó un hotel para que pudieran irse y al menos estar tranquilos. ¿Sabes la bronca que me cayó al día siguiente, que vine sin apenas dormir, por haber tomado esa decisión? ¿Sabes que Lábaro obligó a todo el grupo a dejar el hotel para que se trasladaran a otro que le buscó una agencia de viajes de un amigo? ¿Sabes que luego presumió ante las altas jerarquías de la Generalitat de haber arreglado una situación tensa que se había presentado? —Jukka tenía los ojos enrojecidos mezcla de la rabia y de la indignación que le producía recordar todo esto—. Cuando regresaron todos, Lábaro llamó a Nekane al despacho y ¿sabes que ocurrió? Los gritos de la bronca se escuchaban hasta en la cafetería. La conclusión era que debería haberse dejado violar si hubiese llegado el caso. Luego me llamó a mí y me empezó a abroncar. No quieras saber. Pero me levanté y lo dejé con la palabra en la boca. Dos días antes había conseguido la plaza que ahora ocupo en Burgos.
— Jukka, lo siento. Nunca me contastes…
— Lorena —repuso más calmado Jukka— eras una alumna. Tú no tenías porqué saber todo esto. Era parte de mi trabajo. Me afectaba, me consumía, me hundió. Un buen día acabé en el medico. Deshecho. Desorientado.
— Y… es cuando te dieron las pastillas para poder soportarlo.
— Así es.
Jukka volvió a sentarse junto a ella, en el borde de la cama. Sintió como la mano de Lorena rozaba la suya. Sintió paz. Tranquilidad. Sus dedos empezaron a entrelazarse y acabaron unidos. Ella lo miró fijamente.
— Quiero sentirte Jukka —dijo Lorena en voz baja.
— Lorena, mi estimada —repuso él acariciándole el cabello.
— Me refiero a algo más… —añadió ella con voz apagada.
Jukka se percató de ese detalle. La voz había sonado extraña. Casi como un quejido. También notó que estaba más pálida de lo que hasta ese momento se encontraba, resaltando el color de los moratones.
— ¿Te encuentras bien? —dijo él preocupado y sacando el móvil del bolsillo— ¿Llamo a una enfermera? ¿Llamo a tu hermana, a tus padres?
— No. Estoy bien. Estoy cansada.
— Duerme si quieres.
— Jukka… Es que… —Lorena titubeaba.
— Dime.
— No te lo tomes a mal… es que… Tengo novio.
Jukka sonrió. Volvió a acariciar la melena de Lorena y le habló.
— Pues lo normal. Alguien como tú, inteligente, guapa y simpática es normal que tenga a alguien a su lado ¿no?
— Sí. Pero… no sé si… —Jukka no la dejó terminar. Suavemente le puso el índice sobre los labios. Sabía lo que iba a decir y creía que era producto del shock, de la medicación, de la vida que se escapaba. No quería que dijera algo de lo que pudiera arrepentirse o no tuviera tiempo de hacerlo.
— Vale —dijo ella—, pero por favor quiero sentirte. Muy cerca, por favor.
Jukka la miró. Reflexionó un momento “Y si… La responsabilidad del pasado hay que asumirla. Puede que sea una estupidez, pero si le hice daño en el pasado no hay que quedarse únicamente en un lo siento”. Sin decir nada acercó el sillón a la cama, se percató de la ubicación del gotero y de la vía que descendía hasta conectarse en la mano de Lorena. Mentalmente ensayó los movimientos con precisión milimétrica para no hacerle ningún daño. Cuando se sintió preparado retiró la sábana. Las piernas de Lorena quedaron al descubierto y ocultaban las brutales señales del accidente bajo unos vendajes. Su cuerpo, cubierto por la bata en la que aparecía el logo del hospital, parecía extremadamente frágil. Jukka notó que la respiración de Lorena era entrecortada, como aquel día en el aula. Ella lo miraba a los ojos, como aquel día.
Con mucho cuidado Jukka pasó los brazos por debajo de las piernas y la espalda de Lorena y la levantó poco a poco. La tomó en brazos y asegurándose de que la vía no se enredara ni se soltara de su mano, se sentó suavemente en el borde de la cama. Apoyó a Lorena contra su pecho y luego mientras con una mano sostenía su cabeza con la otra le acarició el rostro. Ella sonreía y Jukka notó como la palidez desapareció momentáneamente y su rostro se ruborizó. Aunque tenía el brazo escayolado, Lorena hizo el esfuerzo y con los dedos acarició la cabeza de Jukka. Ella intentó incorporarse un poco pero un gesto de dolor se dibujó en su rostro. Jukka entendió y acomodó mejor el cuerpo de ella sobre su pecho. La boca de Lorena, entreabierta permitía ver unos dientes blancos. Jukka acercó sus labios a los de ella y la besó. Sus labios se fundieron, sus lenguas se buscaban. Jukka notaba como el cuerpo de Lorena se erizó por un instante. Luego, se miraron a los ojos. Lorena sonreía y entornó los ojos. Tomó la mano de Jukka y la llevó a su pecho, para sentirla sobre el corazón. Jukka notaba los latidos y esa rítmica cadencia lo cautivó. Imitando a Lorena también cerró los ojos. Se quedó profundamente dormido, el cansancio pudo con él. Apenas unos segundos que le hicieron sentir como si hubiera dormido días enteros.
El ruido de pasos agitados, voces alteradas y gritos entrecortados, un lastimero quejido que poco a poco se convirtió en un llanto desolador lo volvió a la realidad. Abrió los ojos y se encontró con la causa de este panorama que había oído antes que visto. Se percató que su mano seguía sobre el pecho de Lorena. Pero no notaba los latidos del corazón. Bajó la vista y la vio. Con los ojos cerrados, pálida, inerte. Pero con una sonrisa en el rostro. Una expresión de felicidad. Jukka intentó moverse, pero en ese momento y sin que supiera muy bien cómo, Melero se acercó corriendo y le quitó el cuerpo de su hija de encima y entre lágrimas lo depositó en la cama. Observó como la madre se abalanzaba sobre ella y lloraba mientras repetía como una letanía la frase “mi pobre niña”. Sandra también lloraba, pero tuvo un momento para hacerle un gesto de aprobación a Jukka que estaba desconcertado. Despacio y tratando de pasar desapercibido recogió su cazadora y se dirigió a la puerta. No se había percatado que otra persona había presenciado la escena en la que él sostenía el cuerpo inerte de Lorena. Leopoldo, el novio de Lorena. Jukka lo miró y sin que mediara ni una sola palabra ni un gesto, éste le dio un puñetazo en el rostro al tiempo que comenzaba a insultarlo. Jukka sintió junto al golpe como empezaba a salir sangre que escurrió entre sus dedos y comenzó a gotear en el suelo.
Una enfermera entró en la habitación y con voz autoritaria puso orden en la habitación. Los únicos que parecían ajenos eran los padres de Lorena. Leopoldo seguía intentando encararse con Jukka y sólo la persistencia de Sandra consiguió detenerlo. La enfermera le indicó a Jukka que lo siguiera hasta la sala de urgencias donde le realizarían una cura.
Aturdido, dolorido, cansado, somnoliento. Cuando salió del hospital miró al cielo y dejó que el sol calentara su rostro.
3
Jukka estaba descansando en la habitación de un hotel que había localizado cerca del Parque de la Concordia. Tumbado en la cama miraba el techo. A su lado, sobre la colcha arrugada, el teléfono móvil —en modo silencio— indicaba una nueva llamada entrante efectuada por Arantxa. Era la vigésima. Un nuevo icono en forma de sobre parpadeó señalando un mensaje nuevo, también de Arantxa.
A Jukka la nariz le dolía a pesar de los calmantes que le había recetado y que tenía encima de la mesilla de noche. Por su mente pasaban entrelazadas imágenes del pasado más lejano y de lo que había ocurrido apenas unas horas atrás. No lograba quitarse de la cabeza la muerte de Lorena. Había momentos en los que creía sentir el peso de su cuerpo en los brazos. No lograba apartar de su memoria el rostro que tenía ella cuando estaba inerte en sus brazos. Esa sonrisa. “Feliz. Se ha ido feliz.” Pero en el fondo le reconcomía una terrible duda. Si no se hubiera ido. Si se hubiera quedado en Alicante. Si no hubiera pensado únicamente en él. Si hubiera prestado un poco más de atención a lo que ocurría a su alrededor. Si hubiera prestado verdadera atención a Lorena. ¿Hubiera llegado a la misma situación? Dudas. Demasiadas para un día tan intenso. Jukka se levantó, se dirigió a la nevera del mini bar y la abrió. Cogió una mini botella de vodka, la abrió y la bebió de un trago. Volvió a la cama y se dejó llevar por un sueño inducido por los medicamentos y el alcohol.
El zumbido del móvil lo despertó. Tenía la impresión de que acababa de dormirse, pero cuando cogió el teléfono y vio la pantalla se quedó perplejo. Sábado, siete y media de la tarde. Había estado durmiendo cerca de veinticuatro horas seguidas. La llamada era de Sandra.
— ¿Sí, Sandra? —contestó con voz somnolienta.
— Jukka —notó que hablaba en voz baja, como ocultando el hecho de estar llamándolo—, ¿cómo estás?
— Bien —mintió, pero que era una nariz rota comparada con la muerte de su hermana—. ¿Y tú cómo estás?
— Te lo puedes imaginar. Oye, no puedo hablar mucho. Mañana al mediodía es el funeral.
— Me lo imaginaba. Pero no creo que el resto de tu familia quiera verme por ahí.
— Pero yo sí. Además, tengo algo importante que decirte —se escuchó ruido de voces junto a la de Sandra, por lo que esta terminó la conversación de forma brusca—. Te mando la dirección en un mensaje. Tengo que colgar.
Jukka quedó pensativo. «¿Ahora qué? ¿Se puede complicar aún más esta situación?” Decidió salir y tomar el aire. En la recepción preguntó por la dirección de algún bar y le explicaron cómo llegar al más cercano. Consiguió llegar tras perderse un par de veces al lugar que le habían indicado en la calle Don Quijote. El barman se quedó mirándolo y desconfió un poco al ver a un tipo greñudo con un esparadrapo sobre una nariz rota y unos ojos que empezaban a ponerse morados por efecto de la fractura.
— ¿Un mal día? —dijo el barman tanteando el talante del cliente.
— De perros —acertó a decir Jukka.
— Bueno. Todo tiene solución, ¿no? Menos la muerte —replicó aquel intentando mantener una conversación lo más esquiva posible.
Jukka se limitó a asentir. El barman esperaba que pidiera algo.
— Un ruso blanco. Por favor.
Jukka se dedicó a sorber lentamente del vaso. Cada trago le dolía. No supo cuanto tiempo tardó en acabar su copa. Pero cuando lo hizo regresó tranquilamente al hotel. Se dio una ducha, engulló un par de calmantes y se metió en la cama. En el momento de dormirse le pareció estar entrando en un oscuro pozo sin fondo, en una caída irremediable.
El sonido del despertador del móvil lo sacó de la espesura del sueño. Tenía que prepararse para ir al funeral. Miró el teléfono y vio en efecto un mensaje enviado por Sandra, cerca de medianoche, indicándole el lugar. Un tanatorio cercano al hospital donde había fallecido Lorena. Se afeitó y nueva ducha. Se vistió lo mejor que pudo, tan solo había echado una americana a toda prisa en el equipaje y una camisa gris.
Cuando llegó, la capilla del tanatorio estaba llena. No quería que se notara su presencia por lo que se quedó al fondo, junto a una columna. Desde allí podía ver a la familia en primera fila. Los padres destrozados, y Sandra intentando mantener el tipo. Junto a ella distinguió a Leopoldo, que llevaba puestas unas gafas oscuras. Luego entre el resto de los asistentes reconoció los rostros de algunos antiguos alumnos y alumnas. Algunos lloraban, otros reflejaban la pena en sus miradas. En medio de un pasillo, junto al altar estaba el ataúd.
— ¿Jukka? —escuchó una voz familiar detrás de él— ¿Eres Jukka? ¡La hostia! ¡Pero chiquillo que cambiado estás!
Se giró y vio a Victoria acompañada de Nekane. Jukka las miró y simplemente abrazó a Victoria y luego a Nekane. Les indicó que salieran. Victoria le dijo algo a Nekane y esta se fue, no sin antes hacerle una imperceptible caricia en la mano.
— Pero ¿qué te ha pasado en la nariz? —preguntó Victoria.
— Nada, que soy un poco torpe y mira como he acabado.
— Pero, pero… ¿cómo te has enterado de lo de Lorena? Ha sido una pena, oye. Tan joven.
— Si yo te contara.
— Oye… Tú sabes algo.
— No es agradable ver como muere uno de tus demonios —dijo él de manera reflexiva.
— ¡Ay, Jukka! —replicó ella observándolo con ojos llorosos. Jukka notó como le comenzó a temblar el parpado—. Había escuchado rumores, algo había visto, pero no sabía… ¡Claro! Cuando a veces me decías que estabas luchando contra tus “demonios interiores”, ¿era ella?
— No había nada, de verdad. Mira estoy agobiado. Estoy harto —dijo cambiando de tono—. Ayer fue un día muy raro. Tan raro que Lorena acabó muerta en mis brazos. ¡Joder! No he podido dejar de pensar en la pietá. Tengo ganas de que termine todo esto y volver a Burgos.
— Vale, tranquilo —le dijo Victoria pasándole el brazo por los hombros—. ¿Cómo te va por allí?
— Bien. Muy bien. Clases, reuniones y mucho anonimato. ¿Y vosotros? ¿Cómo os va?
— Para que te voy a engañar. Mal. Va todo muy mal. Lábaro y su equipo no paran de gastar el dinero. ¿Sabes? Cuando te fuiste lo primero que hizo fue asumir tu puesto con el complemento salarial incluido. Pero sin hacer absolutamente nada. No ha parado de hacer viajes a Rusia, al Caribe y vete tú a saber dónde más. Despidió a unos cuantos profesores y contrató a varios amigos suyos o recomendados, alguno de ellos no puede ni firmar las actas por no sé muy bien que tema de incompatibilidad laboral. Últimamente se encierra en su despacho y durante horas se escucha la destructora de documentos con su zumbido característico.
— Todos los tiranos, desde Mesopotamia, tienen un deseo incontrolable por destruir las pruebas de sus excesos. Él no iba a ser menos.
— El tema no pinta bien.
— Huid —dijo secamente Jukka.
Acababa de terminar la frase cuando vio llegar a Lábaro, que caminaba con su peculiar aire pomposo y grandilocuente oscilando de un lado a otro. Era el estilo reservado para sus grandes puestas en escena. Vestía un traje oscuro y corbata negra elegida para la ocasión como no podía ser de otro modo. El pelo engominado le daba un aspecto especialmente grotesco. Jukka tuvo la esperanza de que lo ignorara, pero, por el contrario, su presencia actuó como un imán para Lábaro, quien se acercó rápidamente al tiempo que comenzaba a hablar con un tono de voz demasiado alto, nada apropiado para el lugar y el momento.
— ¡Pero mira a quién tenemos aquí! ¡Jukka Lehto! ¡Caramba! —se acercó y bajó el tono lo imprescindible para no montar un escándalo, pero para asegurarse que su comentario iba a ser escuchado, al menos en las inmediaciones— ¿Qué pasa señor Lehto? ¿Qué incluso desde Burgos te la seguía tirando?
Jukka sintió el aliento etílico de Lábaro. El comentario desde luego se había escuchado y había tenido el efecto deseado. Jukka notó como algunas personas lo observaban y como aparecían gestos de asco y desprecio. Por su mente pasó fugazmente la idea de darle un puñetazo a Lábaro. Pero se calmó con una idea: “Por respeto a la memoria de Lorena mejor no. Menos hoy y menos aquí”. Por el contrario, decidió quitarse de en medio tras intentar dejar desconcertado a Lábaro.
— Yo también me alegro de verte, Adolfo, pero me tengo que ir. Que te vaya bien.
Tras decir eso salió del tanatorio. Se puso sus gafas de sol oscuras y se sentó en un banco y sin poder aguantar más dio rienda suelta a unos sentimientos encontrado. Dolor y pena se mezclaron con la rabia y la indignación. Mientras lloraba amargamente se dijo que al menos nadie lo miraría raro. En definitiva, era uno de los lugares más propicios para mostrarse así.
No supo cuánto tiempo esperó en el exterior. Tras la experiencia con Lábaro y cómo lo había expuesto de manera tan canalla no tenía ganas de estar durante el oficio religioso. De todas maneras, nunca había creído en las palabras de los curas. En un determinado momento vio como salían rostros conocidos. Tenía ganas de salir de allí y regresar a la rutina de las clases, de los trabajos, las prácticas y tutorías. Mantener la mente ocupada se le antojaba una de las mejores maneras de salir de todo este embrollo que no acababa de entender. El zumbido del móvil lo distrajo. Lo llamaban de la Facultad. Pensó en que quizás era Arantxa, pero ante la duda no tuvo más opción que contestar.
— ¿Lehto? —reconoció al instante la voz. Se trataba del decano—. ¿Cómo estás muchachote?
— No muy bien Arturo.
— ¿Estás mal de salud?
— No —Jukka pensó que podía haber mentido y haber dicho que lo aquejaba una gripe, o un problema estomacal o cualquier virus o bacteria, algo propio de la fecha, pero optó por contar la verdad—. Estoy en Elda. En un funeral.
— ¡Ah, caramba! ¿Alguien de la familia? En cualquier caso, vaya mi pésame por delante.
— Gracias. No es familiar. Es asunto personal. Disculpa tengo que saludar a los parientes.
— De acuerdo. Oye cuando vuelvas pásate por mi despacho. Tenemos que comentar algo. Oye, buen viaje de regreso.
— Gracias.
Jukka bien sabía que a pesar del tono cortés y amable le iba a caer una especie de filípica, término que además encontraba apropiado ya que el decano era especialista en Historia Antigua. La verdad es que lo había hecho mal. No había dado ningún aviso. Le tocaba asumir la responsabilidad de sus actos. En estos pensamientos se encontraba cuando se acercó Sandra.
— ¿Cómo lo llevas? —preguntó Jukka.
— Mal —tenía los ojos vidriosos y no paraba de secarse la nariz—. Se había trasladado a Alicante. Había empezado a trabajar en lo que le gustaba.
— Me imagino. A hacer su vida. Con su pareja y con un montón de responsabilidades.
— Leopoldo no vivía con ella. Solo iba cuando quería… —no terminó la frase y se quedó mirando a Jukka.
— Entiendo. No sigas.
— Ahora sé que no volverá algún fin de semana a visitarnos. Ni nos reiremos de nuestras tonterías, ni iremos a conciertos, ni haremos tantas cosas que solíamos hacer… —sacó algo del bolsillo y se lo entregó—. Por cierto, Jukka, toma esta pulsera. Era de mi hermana. He pensado que quizás te gustaría tenerla de recuerdo.
Jukka le dio las gracias. Se trataba de una pulsera de acero con una placa de unos cinco milímetros de ancho en la que estaba grabada la letra L.
— Bueno Sandra, lamento que hayamos tenido que conocernos en estas circunstancias. Pero tengo que regresar. La vida sigue.
— En el fondo te conocía algo —dijo Sandra que vio como Jukka, quitándose las gafas, la miraba con curiosidad—. Mi hermana me contó muchas cosas. Recuerdo —añadió Sandra—, un día que explicaste algo sobre mitología; una historia que provenía de la cultura nórdica y que acabó convertida en una canción country o algo similar. Disculpa, pero no recuerdo bien.
— La Cacería Salvaje —murmuró Jukka.
— Sí, puede que fuera eso —dijo ella—. A mi hermana esa historia le impactó mucho. Sobre todo, la manera como lo explicaste. Me dijo que empezaste poniendo una canción, repartiste folios con la letra y los animaste a cantarla.
Jukka comenzó a recordar con nitidez ese momento. También recordó como las miradas de Lorena y la suya se encontraron en determinada estrofa de la canción. Jukka podía, incluso en este momento, recordar la melodía.
Their faces gaunt, their eyes were blurred, their shirts all soaked with sweat
They’re ridin’ hard to catch that herd but they ‘aint caught ‘em yet
‘Cause they’ve got to ride forever in the range up in the sky
On horses snorting fire as they ride hard, hear them cry
— Estaba enamorada de ti y pensó que tú también —añadió Sandra.
— Lo estaba —reconoció Jukka—, pero ya sabes que no siempre se obtiene lo que uno quiere. Las más de las veces porque no se sabe cómo obtenerlo por fácil que sea. Ahora no creo que todo eso tenga mucha importancia.
— Para mí sí —dijo Sandra secamente—. Jukka, tengo que decirte algo. No me encaja lo del atropello.
Sandra iba a comentarle con más detalle lo que había comenzado a decir cuando llegó el padre de ésta acompañado de Leopoldo, el cual se plantó delante de Jukka con gesto amenazador.
— Señor Lehto —comenzó a decir Melero—, accedí a la petición de Lorena porque no sabía muy bien sus motivos. Sospechaba algo, pues no es normal que una chica como ella tuviera tanto interés en su profesor —dijo la palabra profesor con desprecio—. Accedí a que hablara con ella porque parecía que eso iba a darle algo más de tiempo y pensé, la esperanza es un sentimiento muy fuerte, que iba a recuperarse. Pero mis temores se hicieron realidad. Usted no es más que un depravado. No sé cómo me contengo y no lo llevo ante las autoridades, quizás porque Sandra me dice que estoy equivocado. Tengo que creerla porque es mi hija. Pero desconfío. Si me da la más mínima oportunidad le aseguro que pagará por lo que ha hecho. Ya me ha costado una hija. Deje en paz a la que me queda. No se acerque. Ni se le ocurra llamarla ni tener cualquier tipo de contacto con ella. Desaparezca de nuestras vidas.
Dicho esto, Melero pasó un brazo por los hombros de Sandra y comenzó a caminar con ella en dirección a donde se encontraba el resto de los familiares y amigos. Sandra se volvió buscando a Jukka con la mirada, luego bajó la vista al suelo y abrazándose a su padre continuó el camino.
— ¡Sandra! —gritó haciendo que ella se volviera—. ¡Busca! ¡Encuentra lo que buscas! ¡Se justa!
Leopoldo, que estaba delante de Jukka, lo miró con desafío. “Y este ¿qué rayos quiere de mí? ¡Absurdo!”, pensó Jukka. Apartó a Leopoldo con un leve movimiento de la mano y se dirigió a su coche. Se metió dentro y arrancó. Aceleró y salió en dirección a la autovía. Llegó a una bifurcación y detuvo el coche. Miró. Hacia la izquierda estaba señalizado Madrid, y más allá seguía el camino hasta Burgos. Hacia la derecha indicaba Alicante. Estaba dudando. Quería volver a su rutina, pero dudaba. No pudo pensar más, sonó el claxon de un vehículo que estaba detrás del suyo, miró por el retrovisor y haciendo una seña de disculpa puso el intermitente a la derecha.
Jukka estacionó el coche en uno de los aparcamientos de la playa del Saladar. Justo donde aquel día había dado la clase a sus alumnos. Caminó por la arena y se dirigió hasta la orilla. Se quitó las botas, se sentó y comenzó a mirar al horizonte. Como esperaba, con la cadencia habitual, comenzaron a sobrevolar el mar y la playa con un ensordecedor estruendo aviones procedentes de lugares tan distantes como Londres, Oslo, Dusseldorf, Eindhoven o París.
Sentía en su rostro la suave brisa de levante que soplaba llevando el olor del Mediterráneo hasta su nariz, aunque no podía oler bien. Le molestaba la fractura. Sintió no obstante el acre sabor del salitre que flotaba en el ambiente. Las pequeñas olas del mar chocaban en la arena al llegar a la orilla y alguna de ellas subía más que las demás. Estas eran las que mojaban los pies de Jukka, quien se estremecía al sentir el frescor del agua. Recordó el episodio con Lorena en esta playa y todo el caos que había generado. Sacó la cartera de su bolsillo y rebuscó algo. Una foto que mostraba alguna señal de deterioro, pero no demasiado ya que tenía unos dos años de antigüedad. En la foto se veía a Lorena caminando por la playa. Vestida con unos vaqueros desgastados, una cazadora de cuero tipo aviador y un shemagh enrollado en torno al cuello. Su melena revoloteaba en torno a ella agitada por el viento que hacía ese día. Con su mano intentaba ordenar el pelo. Se apreciaba una mirada melancólica en dirección contraria a la persona que había tomado la foto, que desde luego no había sido Jukka, sino una compañera de Lorena. La dirección de la mirada sí que se dirigía hacia donde ese día se encontraba él. Estuvo observando la foto durante un rato. En silencio, sin pensar en nada.
Sonó el móvil. Era, de nuevo, Arantxa.
— Hola Arantxa —contestó.
— Hola Jukka. Arturo me ha dicho que has perdido a alguien… ¡Hostia tío! Lo siento. ¿Cómo estás?
— Pues… confuso. Sí. Esa es la palabra.
Jukka no prestó atención a lo que comenzó a decirle Arantxa acerca de la amistad, de contarle sus problemas, que podía contar con ella, que la avisara en cuanto llegara a Burgos, que lo invitaba a comer. Palabras y frases que no escuchaba. Jukka se puso en pie. Sin cortar la llamada, cogió el móvil, lo miró, echó el brazo hacia atrás buscando conseguir impulso y lo lanzó con toda la fuerza que pudo hacia el mar. El móvil desapareció unos cuantos metros más adelante, y como para sentenciar su desaparición una ola pasó por encima del lugar donde acababa de hundirse.
Jukka se dirigió al coche. Su calzó las botas, arrancó, puso la radio e inició su camino.
4
Septiembre era un mes que siempre le había gustado a Jukka. Sobre todo, en la playa. Los turistas se habían ido, los niños comenzaban la rutina del colegio, las noches eran más frescas y las tormentas de la última etapa del verano solían desplegar una variedad cromática y sonora que le fascinaba. El cielo era capaz de albergar al mismo tiempo gamas de grises y morados que pugnaban por desgajar el omnipresente azul celeste. Cuando había tormenta la visión de los rayos y el estruendo de los truenos le causaban una placentera sensación de finitud.
Como era habitual, llegó a su piso a media tarde. Dejó la mochila del trabajo en el salón y encendió el portátil que tenía sobre la mesa. El contenido de su portátil era espartano. Navegador, un procesador de textos, hoja de cálculo y un rudimentario procesador de imágenes para ver las fotografías que debía adjuntar en cada informe trimestral. Lo mismo ocurría con su perfil de navegación en internet. Cuenta de correo, en donde se almacenaban los correos que recibía de la empresa con información y noticias de última hora de parte de la supervisora y spam que prometía sueldos millonarios, fármacos capaces de transformar la potencia sexual hasta límites épicos, premios ganados sin haber participado en concurso alguno y mil argucias publicitarias. También tenía almacenado en favoritos una web de música que solía emplear para pasar las horas y su acceso al foro El Gran Capitán, único lujo que se permitía, ya que había decidido olvidar todo lo referido con el cine. La historia militar le pareció una buena opción y encontró ese foro nada más teclear en el buscador de Google “historia militar”. Se sentía a gusto leyendo comentarios y viendo fotos y láminas de soldados, batallas y equipo militar de todas las épocas. Incluso se había atrevido a crear su cuenta con avatar incluido: Lehto68.
Este día, como cualquier otro, abrió la pestaña de favoritos y seleccionó Grooveshark. Una vez dentro de la web, buscó el canal de chill out y comenzó a sonar una selección de música relajante. Fue al baño y se duchó. Luego, tras vestirse con un raído pantalón de corte militar y una camiseta de manga larga, cogió una cerveza de la nevera, la abrió y salió a la terraza. Contempló el horizonte, el reflejo anaranjado de un sol que precedía al otoño; se deleitó con el olor del salitre y la calma que flotaba en el ambiente. Bebió a pequeños tragos y apoyado en la barandilla recordó como había ido la jornada para poder rellenar el informe diario de trabajo antes de mandarlo a la supervisora. Sin saber porqué, ese día hizo un recorrido rápido por sus últimos años.
Habían pasado cuatro años y la nueva vida que había elegido Jukka le satisfacía enormemente. Cierto era que en ocasiones recordaba la sorpresa que causó cuando nada más regresar a Burgos entregó su carta de renuncia. Eligió además un viernes para no tener que dar mayores explicaciones ni encontrarse con más gente de la deseada. Desde luego esquivó a Arantxa quien insistía en verlo y le saturaba el correo electrónico con mensajes de apoyo.
Regresó a Alicante tal y como se fue. Con un par de maletas y varias cajas de libros. Se instaló en un apartamento que había pertenecido a sus padres y que estaba desocupado desde hacía años. Un pequeño espacio donde poder vivir sin más pretensión que pasar desapercibido el resto de sus días. Algo que parecía ser factible teniendo en cuenta que su apartamento formaba parte de un gran bloque de doscientas viviendas situado en segunda línea de la playa. La altura de su piso, una planta diecisiete, le permitía tener una privilegiada vista de la playa y de los bloques colindantes. La urbanización tenía piscina, pistas deportivas, club social, árboles; en definitiva, lugares donde poder pasar el tiempo. Su piso era discreto. Nada más salir del ascensor había un pasillo exterior que comunicaba las diferentes puertas de los apartamentos, que estaba señalados por medio de letras. Desde la A hasta la F. El suyo era la letra E. El modelo más pequeño que hizo la constructora a finales de los ya lejanos años 70. Como todos, el piso estaba orientado hacia levante.
La puerta de su apartamento daba acceso a un pasillo en forma de ele en torno al cual se iban distribuyendo los diferentes espacios del piso. Apenas se entraba estaba el cuarto de baño. Frente a la puerta de entrada estaba el dormitorio principal, con salida a una terraza de unos siete metros. Siguiendo el pasillo a la izquierda una pequeña habitación con una ventana estrecha en el tercio superior de la pared. La recordaba con cariño pues fue su habitación desde la infancia hasta los primeros años de juventud momento en que marchó a estudiar fuera de Alicante. No obstante, la puerta siempre la tenía cerrada. En cuatro años no había entrado. Frente a esta habitación estaba el salón. Amplio, luminoso y, de la misma manera que el dormitorio, con acceso a la terraza. Al final del pasillo y junto a la pequeña habitación, estaba la cocina con orientación a poniente.
Jukka se instaló en pocos días. Días de trámites para darse de alta en los servicios básicos y que le sirvieron para mantener la mente ocupada. Su siguiente prioridad fue cambiar el mobiliario pues parecía más un museo de los años ochenta que un piso del siglo veintiuno. Donó todos los muebles a una ONG que trabajaba con exdrogadictos en un programa de restauración y venta de muebles. Trajo los suyos del piso en donde vivía en Burgos y completó con alguna oferta de las tiendas locales.
No olvidó lo más importante: el trabajo. Jukka, había estado trabajando en la enseñanza desde que terminó sus estudios. Veinte años trabajando en aulas. No tenía pensado muy bien que buscar. Tampoco es que hubiera una gran oferta laboral. Crisis. Paro. Pensó en algún momento que había cometido una especie de suicidio al largarse de un trabajo más o menos seguro, pero lo que andaba buscando no lo iba a tener. Estuvo barajando sus posibilidades y su memoria le llevó a una persona de la que tenía un buen recuerdo: Elisa Alonso.
Elisa había sido su primera jefa. Era la directora de un centro de formación de azafatas de vuelo —tripulantes de cabina de pasajeros como aprendió a decir correctamente Jukka en aquellos años— y de congresos. Cuando lo seleccionaron para trabajar allí le resultó de lo más extraño «¿Qué voy a enseñar a las azafatas?” se preguntaba. La respuesta vino enseguida: Historia del Arte. Jukka siempre recordó este trabajo con cariño. La academia en cuestión estaba ubicada en un entresuelo. Con gran acierto se habían instalado cuatro aulas y tres despachos además de una minúscula recepción en un espacio de cerca de noventa metros cuadrados.
Fue una buena época y comenzó a curtirse en las maneras de enseñar, de evaluar, corregir, y algo muy importante a lidiar con las exigencias de una empresa. Recordó que el día que abandonó aquel puesto de trabajo, un caluroso día de mayo de 1999, Elisa se mostró muy comprensiva, sentía tener que prescindir de Jukka pues sus clases gustaban, pero él había decidido emprender una nueva faceta en su vida. También Elisa le había dicho que el día que volviera, si necesitaba algo que la llamara. Que nunca dudara en pedirle ayuda si tenía algún problema.
“Diez años es mucho tiempo” había pensado Jukka antes de llamar por teléfono a Elisa, pero para su sorpresa, ella se alegró mucho de escucharlo. Tras las típicas palabras de saludo, quedaron en verse en el centro de la ciudad, en una cafetería que estaba enfrente de la academia que aún funcionaba. Jukka llegó pronto. Elisa llegó a la hora en punto. Jukka admiró de nuevo el estilo y elegancia de Elisa, quien seguía teniendo el porte atractivo de tiempo atrás. “Aunque el exceso de maquillaje y el tinte del pelo ayudan” se dijo a sí mismo. Estuvieron hablando. Jukka hizo una especie de recorrido vital de sus últimos años en apenas media hora, hasta que llegó al punto principal. La necesidad de tener un trabajo. A su edad y en la coyuntura de crisis por la que se estaba pasando no aventuraba ninguna perspectiva de éxito. Pero para su sorpresa, Elisa tuvo solución. Le comentó que su hermano tenía una empresa, llamada Gestión General —bromeó con el nombre indicando que lo mismo servía para gestionar un supermercado que para gestionar una fábrica de calzado— en la que seguro podría encontrar algo para él. El resto de la conversación transcurrió en torno a una interminable taza de café, recordando experiencias de los años en los que Jukka fue profesor en aquella academia. Días después Jukka entraba a formar parte de la empresa Gestión General, en un puesto de trabajo nuevo para él consistente en supervisar el posicionamiento de los productos de una multinacional, que estaba presente en el sector de la alimentación y los productos de droguería, así como la correcta aplicación de las ofertas que dicha empresa implementaba para tratar de fomentar el consumo de sus marcas y salvar el escollo de la crisis.
Jukka tenía una lista de cuarenta y cinco supermercados que debía visitar a lo largo del mes, semana a semana, día a día, en las comarcas de l’Alacantí, la Marina Baixa y la Marina Alta. Desde El Campello hasta Denia, realizaba una ruta siguiendo el litoral revisando productos, anotando, hablando con los encargados, llevando nuevas promociones —vales de descuento, camisetas, balones de playa, material escolar, o “ilusión para los menos favorecidos” en época navideña, es decir: la típica campaña por la que la empresa donaba un euro por cada compra de determinado detergente— y tratando de resaltar los productos y marcas de la multinacional colocando coloridos y vistosos poster en las entradas de las tiendas, stopper en los lineales donde estaban los productos, expositores de cartón e incluso algún hinchable con forma de botella de champú. Por este motivo había cambiado de coche, ya que necesitaba más espacio para llevar todo perfectamente organizado en cajas. Debía efectuar dos visitas al mes, una por quincena. La primera de ellas siempre para implantar la oferta, la segunda para reforzarla y comprobar el grado de aceptación por parte de los consumidores.
El cómo y cuándo hacía las visitas estaba en manos de cada empleado. De manera que Jukka había organizado las visitas de tal manera que le permitían disfrutar de algunos días libres al mes. Planificó siete rutas que visitaba en los primeros días del mes, de lunes a viernes. Dejaba un día libre en medio y luego volvía a empezar la segunda ronda de visitas. De este modo al final del mes tenía a su disposición unos tres o cuatro días libres, sin contar con el destinado al curso de formación.
La manera en cómo se había organizado las rutas despertó el recelo de la coordinadora de zona, pero los directivos de la multinacional no pusieron reparos, entre otras cosas por mediación del hermano de Elisa. No sólo contaba el hecho de tener “padrino”, sino que Jukka era eficaz en su trabajo y prueba de ello eran los numerosos incentivos que recibía a final de mes en forma de sobresueldo.
Cuando inició este trabajo, Jukka tuvo la incertidumbre de si con el sueldo podría vivir sin apreturas. Pero para su sorpresa, el sueldo de promotor era bastante más alto que el que había percibido como profesor de universidad. Si a ello se le unían los incentivos que solía recibir había meses que realmente eran muy beneficiosos. Jukka no tenía mayores gastos. Recibos de consumos por servicios de luz, agua, gas, teléfono; el gasto de la comida personal, que se reducía a desayunos y cenas. El único lujo la cerveza que consumía cada noche antes de dormir. La comida principal entraba dentro de los gastos que pagaba la empresa, junto al combustible y el kilometraje. También, cada año, hacía un modesto donativo a una ONG que trabajaba en la India.
Terminó la cerveza y se preparó unos fideos instantáneos. Mientras lo hacía se dedicó a repasar las anotaciones del día para rellenar los informes de visitas que debía remitir al final de cada jornada. Una rutina cómoda de realizar, sin mayor esfuerzo. Decidió acostarse pronto ya que al día siguiente iba a realizar la ruta de Calpe. Mientras daba vueltas en la cama, intentando conciliar el sueño —llevaba cuatro años con un trastorno de sueño severo— recordó la sesión del día que acababa de terminar y que, como sucedía una vez al mes, había consistido en acudir al curso de formación para la campaña mensual. Comenzó a recordar mientras miraba al techo.
El radio despertador había sonado a las siete. Como de costumbre: ducha y aseo personal. Para variar, se vistió un poco más elegante de lo normal. El curso de formación suponía pasar encerrado la mañana entera, junto al resto de comerciales de la zona —que incluía las provincias de Valencia, Murcia y Albacete—, en el salón de convenciones de un hotel. Unas veinte personas a las que se unían los responsables de la empresa de Gestión General y la multinacional estadounidense, Dicker & Stake, de la que dependían los productos.
A Jukka le divertían esas sesiones. Sobre todo, la parte de rolplay en la que debían tratar de convencer a uno de ellos mismos, que asumía el papel de encargado de supermercado y cuya única respuesta era invariablemente negativa, de la pertinencia de implantar la promoción o el producto. Debían ensayar como presentar las promociones, como argumentar frente a una negativa, llevando el final de la conversación a un estandarizado “si aumentan las ventas de este champú —o el producto que fuera— ganamos todos”. A media mañana solía haber una pausa para un desayuno que solía consistir en bollería y café.
Ese día, Jukka fue al aseo antes de participar del desayuno. Se estaba lavando las manos cuando entró Peter Wageman, uno de los americanos. Lo saludó con un gesto de la cabeza mientras se secaba las manos en la máquina de aire. Cuando acabó, Wageman se dirigió a él.
— Hola, ¿Jukka? —preguntó con un marcado acento anglosajón.
— Sí, exacto.
— ¿Cómo ves la nueva campaña de otoño?
— Bien —contestó con la mayor neutralidad posible, ya que a él no le correspondía juzgar la pertinencia o no de objetivos, estrategias y demás asuntos.
— Perfecto —dijo Wageman sonriendo y mostrando una blanca y cuidada dentadura—. Bueno, oye, necesito pedirte un favor. Me han dicho que eres el encargado de visitar las tiendas de la zona de Calpe, Benissa y Moraira.
— Sí, entre otras.
— Vale, vale, vale. Mira, es que estoy buscando a una persona que conocí hace unos meses. Si no es molestia me gustaría que pasaras a ver si está en la dirección que me dio.
— Ya. Entiendo. ¿Una mujer? ¿Un hombre?
— ¡Je, je, je, je! —rio nerviosamente Wageman—. Una mujer desde luego.
— Bien —dijo Jukka encogiéndose de hombros—. Dame los datos y la próxima semana tengo visita por esa zona. Si me das tu número te llamo con lo que averigüe.
— ¡Ok, perfecto!
Wageman le dio un papel en el que había garabateado un nombre y una dirección. Sin prestarle mucha atención lo guardó en el bolsillo de la camisa y volvió con el resto de los compañeros al curso. Las horas pasaron plomizas. Objetivos, argumentos, materiales nuevos, recordatorio de protocolos para presentar facturas, incidencias, espíritu de equipo. Cuando acabaron a media tarde Jukka volvió a su piso. Preparó el material para el día siguiente, organizó mentalmente su ruta. Cenó. Fideos de sabor incierto. Cerveza en la terraza mirando sin prestar atención alguna al horizonte. Nueva sesión de sueño agitado ante la expectativa de un nuevo día.
5
Le gustaba despertarse temprano y hacer el recorrido pronto. Prefería viajar por la carretera de la costa en lugar de hacerlo por la autopista. La empresa abonaba los desplazamientos por ésta, pero él prefería el viejo camino. Podía deleitarse con el mar, así como con el espectáculo del sol cuando comenzaba a surcar el horizonte para alumbrar un nuevo día. Desde luego había partes del itinerario que eran lentos debido a las curvas y las cuestas, pero así y todo los disfrutaba.
Salió pronto esa mañana, aun era de noche. Condujo por la carretera —una saturada N332— hasta llegar a Benissa, lugar donde empezaba la ruta del día. Allí esperó en una cafetería en la calle Doctor Vicente Buigues, justo enfrente estaba el Super Plus. Desayunó un café con leche y un cruasán. Desde donde estaba sentado observaba el rítmico movimiento de los empleados que estaban dentro del supermercado a través de un gran ventanal. La puerta principal estaba cerrada y ya se empezaban a reunir personas con bolsas y carritos de la compra esperando que a las nueve en punto se levantara la reja metálica. Casi todos eran ancianos. Jukka se deleitaba viendo como cada dos semanas a la misma hora veía las mismas caras, en las mismas actitudes. Una vez dentro los encontraba siempre en los mismos pasillos comprando los mismos productos y llenando los carros con monótona eficacia. Los años de rutina habían producido esta curiosa coreografía. A las nueve en punto la verja se empezó a levantar y los clientes que esperaban fuera iniciaron el ritual de la compra. Jukka pagó su desayuno, salió y se dirigió al supermercado. Una vez dentro saludó a una de las cajeras y preguntó por Vanesa, la encargada. La avisaron por megafonía. Se acercó una chica joven de rostro redondo, con el pelo recogido en una coleta, ojos vivos y amplia sonrisa. Caminaba deprisa y parecía alegrarse de ver a Jukka.
— ¡Hola Jukka! ¿Qué me traes esta semana?
— ¿Qué tal Vanesa? Pues mira, la promoción del mes es para la nueva línea de champú Flaw.
— ¿El anticaspa o el nuevo?
— El nuevo, Flaw Total.
— Vale. ¡Joder, mira que es bueno!
— ¿Ya lo has probado?
— Sí claro. ¿No lo notas?
— Pues no, con esa coleta que llevas…
Vanesa comenzó a reírse y Jukka sonrió. Le encantaban estas conversaciones triviales. Sin mayores razonamientos. Sin segundas lecturas ni cargadas de contenidos. Tampoco tenía que soportar envidias de colegas, ni egos exagerados de recién llegados a una profesión que le quedaba grande, ni intrigas por ocupar un puesto de gestión. En este trabajo cada uno tenía asignada un área y debía cumplir con sus objetivos e incluso superarlos —lo que suponía un incentivo económico— sin pisar a nadie. La competencia, en todo caso, era con otras empresas, otros comerciales y promotores a los que no conocía.
— Si quieres me suelto la coleta —dijo Vanesa sonriendo.
— Anda, déjalo para otro día —bromeó Jukka.
Jukka puso a Vanesa al corriente de la promoción. Debía poner unos stopper en el lineal de los champús para llamar la atención de un posible cliente. A cambio, la encargada del supermercado recibía un talonario de descuentos para cada producto de la empresa. Vanesa aceptó y acompañó a Jukka para seguir charlando con él. Ninguno de los dos tenía interés en el otro más allá de las bromas que gastaba Vanesa. Ella, con veintinueve años, acababa de casarse con el cajero de un banco que estaba al lado del supermercado. Se habían conocido en el bar de enfrente, el mismo donde solía desayunar Jukka. Su carácter extrovertido le hacía bromear y hablar con todos los que entraban en la tienda. Jukka vio que habían retirado una estantería en la zona de los frutos secos.
— Vanesa, ¿hay hueco en ese sitio?
— Sí. Se nos cayó la estantería, se rompió una pieza y la central no nos va a mandar nada. ¿Por qué lo preguntas?
— Tengo unos expositores montables en el coche. Son para el lavaplatos Etching.
— ¡Joder Jukka! ¡No se te escapa una! —dijo riendo—. Venga va, ve por uno y lo pones. Ya sabes. Me dejas la tienda limpia.
— Descuida.
Cuando terminó, se despidió de Vanesa quien estaba hablando con el comercial de una empresa de refrescos. Se dirigió luego al otro supermercado que debía visitar en la misma localidad. La Botiga “El Saladar”, una pequeña tienda que vendía frutas y verduras pero que de manera inexplicable había aceptado comercializar uno de los productos estrellas de la multinacional americana, el refresco Siberian Fresh. Cuando se lo comunicaron a Jukka no se lo creía. “En el último rincón del mundo y llega este refresco con nombre a Guerra Fría. ¡Alucinante!” fue lo primero que pensó. Pero en efecto, la primera visita que hizo encontró una reluciente nevera, suministrada por la compañía a los clientes selectos, llena de botellas de medio litro de un líquido azul que sabía agradablemente a frutas. Jukka cuando vio por primera vez el refresco tuvo un pensamiento siniestro: “Parece limpia cristales. Lo mismo les da por vender anticongelante y la gente lo consume. Si viene de Estados Unidos por fuerza creen que está bueno”. Aunque cuando lo probó, con las reservas de un catador de comidas envenenadas, claudicó: “Está bueno de cojones”.
Llegar hasta la tienda solo lo conseguía gracias al navegador, ya que estaba ubicada en una recóndita calle de una abigarrada zona de urbanizaciones. La insistente voz femenina del dispositivo GPS lo iba guiando por la CV—741 en dirección a Benimeit, hasta que lo obligaba a desviarse e introducirse en un camino que no tenía ni clasificación en la nomenclatura de carreteras. Llegaba al camino de Fanadix, confiando en el buen criterio de la máquina, para luego serpentear entre las colinas que se iban acercando a la costa y que habían sido ocupadas por adosados, chalets y algún pequeño edificio. Todo un ejercicio de atención constante a la hora de conducir debido a las cambiantes de rasante y a las pronunciadas curvas que jalonaban el camino. Llegaba a la calle Urbanización San Jaime, pero debía dar unas cuantas vueltas antes de poder aparcar, ya que la zona estaba llena de chalets con la señal de vado en las entradas y el sitio libre escaseaba. Le llamaba la atención el criterio del Ayuntamiento correspondiente, o al menos el del responsable de urbanismo, ya que a la derecha de la calle por la que transitaba las cuatro calles existentes tenía nombres de comunidades autónomas españolas: Catalunya, Castella i Lleó, Asturies y Castilla La Mancha; mientras que a la izquierda parecía que el responsable de nombrar las calles había estado leyendo Las mil y una noches, ya que los nombres eran más exóticos: Larache, Casablanca, Orán, Amman, Bagdad, Basora. Eso, o es que era especialista en Medio Oriente y mundo islámico.
Tras aparcar debajo de la frondosa sombra que proporcionaba un árbol enorme, se dirigió a la Botiga “El Saladar” donde entabló conversación con el dueño. Nada importante. La carestía de la vida, los impuestos, las facturas, la jubilación que aún tardaría en llegar. Por su parte Jukka escuchaba, asentía, y llegados al incómodo punto del silencio por no saber qué decir. Explicaba la promoción, entregaba el material y poco más. En este caso, además, no había nada que dejar, ya que este mes no había promoción por el refresco. El verano, temporada alta de consumo en la que se entregaron camisetas, gorras y un sorteo —del que no se sabía quien había resultado ganador—, había terminado y esta tienda no tenía ningún otro producto. Jukka se limitó a apuntar que la nevera estaba medio llena y que no había ningún otro producto de la competencia dentro de ella, lo cual era una política que llevaba la compañía a rajatabla. Si se detectaba el empleo de la nevera con otro producto que no fuera el propio automáticamente se retiraba del establecimiento. Jukka se despidió, volvió al coche y marchó al siguiente destino.
Volvió sobre el camino, condujo de nuevo por la N–332 y luego se desvió a la derecha en dirección a Teulada por la CV–740. Llegó a su siguiente visita, de nuevo un Super Plus en la calle Tabarca, pero no encontró al encargado. Avisó al cajero que iba a revisar los productos de Dicker & Stake. El cajero le respondió con una especie de gruñido y un gesto afirmativo. “Como si le digo que vengo a ver una cabra” pensó Jukka. Revisó todo y puso un stopper donde los champús. Salió y se metió en el coche. Condujo a través de la Avenida del Mediterráneo y al final de la misma se desvió a la derecha tomando la CV–743. No le gustaba este tramo del itinerario. La carretera, estrecha, era muy traicionera. Largas rectas y de repente curvas peligrosas a derecha e izquierda, a lo que había que unir cruces, rotondas e intersecciones por las que solían incorporarse los vehículos de manera brusca sin respetar las normas de conducción. Finalmente llegaba a Moraira.
El primero de los supermercados que visitaba estaba cerca de una salida de la CV–743, en la calle Móstoles. Se trataba de un supermercado que ocupaba toda la manzana. En la fachada destacaba un toldo con los colores de la bandera española y un rótulo en letras de molde en el que se podía leer, en letras rojas y amarillas, Super Paco. Construido en los años setenta en un descampado, había resistido el paso del tiempo y en la actualidad había acabado engullido por los bloques de apartamentos que habían proliferado desde los años ochenta en adelante. Por su situación, siempre estaba lleno de gente comprando. A Jukka le constaba, porque se lo habían comentado en un curso de formación, que numerosas empresas del sector habían intentado comprar el local para incorporarlo a su red, incluso una empresa francesa había llegado a hacer millonarias ofertas en varias ocasiones, pero el dueño no pensaba ni por un momento en desprenderse del negocio. Un dueño, que actuaba de encargado a pie de cañón, con el que Jukka sufría cada vez que visitaba la tienda.
Francisco Ramírez, así se llamaba, era de poca altura, alrededor de un metro sesenta. Tenía la cara cuadrada y apenas le quedaba pelo, el poco que tenía estaba cubierto de canas. De mirada viva, sus ojos verdes brillaban maliciosamente cuando bromeaba. Solía acompañar sus comentarios con una sonrisa burlona y un gesto desconcertante consistente en mirar a los lados, como esperando aprobación a sus palabras. A diferencia de otros encargados, le gustaba recibir a los promotores y comerciales en su despacho. En un espacio de apenas seis metros cuadrados tenía una mesa de madera de estilo rústico, una silla de director forrada en cuero y una desvencijada silla de comedor, seguramente rescatada de algún contenedor, para las visitas. Sin ventanas, la única corriente de aire que existía era un destartalado ventilador que estaba sujeto a una de las paredes y que apuntaba siempre hacia su sitio, por lo que el aire pasaba sin efecto alguno por encima de la visita que se encontrara con él. Para acabar de rematar la claustrofobia reinante en tan minúsculo despacho, Francisco Ramírez tenía colocado un retrato de Franco en la pared justo encima de su sillón de director. No se trataba de una foto cualquiera. Como el mismo Ramírez recordaba hasta el aburrimiento, se trataba de: “Un auténtico retrato de Jalón Ángel. Francisco Franco en su Cuartel General. Me avisaron a tiempo antes de que lo tiraran a la basura. Estaba en el almacén de la Delegación de Hacienda de Alicante. ¡Tirar a la basura al Generalísimo! ¡Al Caudillo! Así nos va”. Este relato lo hacía invariablemente a cada visita.
No era el único símbolo de aquella infame época. Junto al sillón, Ramírez tenía una bandera del régimen franquista. Una rojigualda con el escudo de la “época más gloriosa” como solía decir Ramírez, es decir, la que terminó con la muerte del caudillo. A Jukka le indignaba ver el águila de San Juan con toda la parafernalia que la acompañaba. El yugo, las flechas, y el lema “una grande y libre” le parecía fuera de lugar en el momento actual en el que se encontraba la sociedad. Pero siempre han existido los nostálgicos. Con Ramírez las conversaciones empezaban siempre de la misma manera, referencias al Generalísimo, la pervivencia del contubernio comunista masónico, la ocasión perdida por los héroes del 23 de febrero. Luego derivaba en la necesidad de mantener la “casta española”. Momento en el que comenzaba a presumir de su mujer cien por cien española que estaba en casa “ocupándose de la familia como Dios manda”. Le contaba una y otra vez la historia de sus tres hijas, todas con nombres de advocación mariana: Macarena, Lourdes y Rocío; y sus cuatro hijos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. A lo que Jukka, pacientemente, asentía con una expresión ausente, ya que había escuchado tantas veces la historia que ya no tenía la tentación de reír al escuchar juntos los nombres de evangelistas y vírgenes.
“Cansino”, es lo que se repetía Jukka en su interior ante la verborrea nostálgica e irracional de su interlocutor. De modo que su estrategia era escuchar, desconectando lo máximo posible y aprovechar un momento de respiro, para atacar con la última promoción que llevaba. Así hizo ese día y consiguió únicamente colocar los stopper en el lineal de champús.
Medio agotado por haber tenido que aguantar una vez más la conversación con Ramírez, Jukka volvió a su coche y se marchó por la carretera costera que unía Moraira con Calpe. Era un itinerario corto, pero realmente curioso ya que la mayoría de las tiendas, restaurantes e incluso casas que había en los márgenes de la carretera tenían nombres alemanes, holandeses o noruegos. Le hacía sonreír ver en algunos comercios de esta zona carteles escritos a mano, o impresos, estratégicamente colocados en los que se podía leer: “Se habla español”. Era como estar en un mundo paralelo. En realidad, la gran cantidad de ciudadanos europeos instalados en esa zona era abrumadora. Con un predominio de personas mayores, cada vez más se podía ver a familias más jóvenes ocupándose de los negocios. Incluso habían construido colegios especiales donde se educaba según los modelos de sus respectivos países. Un auténtico mosaico de la Europa actual, a la que se estaban incorporando cada vez más rusos y ucranianos.
Atravesó las calles serpenteantes de La Sabatera, cruzó el paso sobre el Barranc Roig y se incorporó a la carretera que unía Teulada con Moraira en un descenso hacia la costa. Un camino que siempre contaba con un volumen de tráfico generoso, aunque, obviamente, en verano era mayor. Las siguientes visitas estaban muy cerca. La primera de ellas un Super Plus en la calle Les Vinyes.
Cuando entró, no pudo hacer más que sonreír al escuchar la música que sonaba por megafonía, un remix tecno de los que le gustaban al encargado:
Azzurro,
Il pomeriggio è troppo azzurro
E lungo per me.
Mi accorgo
Di non avere più risorse
Senza di te
El encargado, Carlos Celdrán, era un tipo joven, rozando la treintena. Era alto y delgado, con un rostro fino y alargado, tenía unos ojos oscuros vivarachos que brillaban alegremente. Celdrán tenía una melena larga y lacia que le llegaba hasta la cintura. Cuando hablaba solía moverse nerviosamente y normalmente concluía sus frases con un “pim — pam, pim — pam” mientras agitaba las manos como si fuera un Dj. Cuando Jukka le pedía permiso para poner algún tipo de promoción él se desentendía con una frase que era su leitmotiv: “eso ya lo han hablado los jefes ¿no? Pues tú a lo tuyo a poner todo y me dejas la tienda bien adornada. ¡Pim — pam, pim — pam!”. Tal y como esperaba, dejó las promociones previstas y continuó el recorrido.
La siguiente parada era justo en la perpendicular, la Avenida de la Paz. El supermercado era el William’s Market, perteneciente a una pequeña cadena británica que operaba en España. Jukka detestaba las visitas a esta tienda —no por el idioma ya que se defendía en inglés con cierta soltura, aunque la encargada insistía en hablar en español— sino porque ésta, Kathryn Gossiper, llevaba siempre las conversaciones a terrenos personales. Tenía rostro triangular, que llevaba siempre con un exceso de maquillaje, ojos de un azul intenso y cabello tintado en rubio platino, algo entrada en carnes, siempre vestía ropa muy ajustada. Kathryn solía recibir de manera muy educada a Jukka. Apenas él había terminado de explicar cuáles eran promociones y ella había analizado el porcentaje que sobre las ventas tendría resaltar el producto y en consecuencia el aumento de sus ganancias una vez hubiera abonado a los proveedores. Así ocurrió aquel día en el que tras poner la promoción del champú le dejó el talonario de vales.
— Jukka —comenzó a decir ella mientras se esforzaba en hablar español con su acento británico— ¿conoces a algún abogado?
— Pues no. A ninguno. ¿Tienes algún problema? —preguntó con desgana, pues ya sabía que aquello iría a derroteros nada agradables.
— ¿Te acuerdas de que te dije que había echado a mi novio de casa?
— Sí, recuerdo. Fue en la última visita, hace un mes.
— Bueno, pues volvió a por cosas suyas, pero no quería irse y al final un vecino consiguió echarlo. Me dice que tenga cuidado de que me va a pillar por ahí.
— Vamos, que te ha amenazado. ¿Cierto?
— Sí.
— Pues no seas tonta y ve corriendo a la Guardia Civil y lo denuncias.
— Pero si se entera me puede hacer daño.
— ¿Prefieres que te de una paliza? ¿O que te mate?
— ¿Podrías declarar ante un abogado? —le preguntó directamente mientras Jukka pensaba en la clase de lío que iba a meterse.
— Tú ve a denunciarlo y luego todo se andará —vio que no acababa de entender la expresión—. Si llegado el momento necesitas ayuda me llamas.
— Gracias.
Jukka se despidió. Sabía que algo había de verdad, pero mucho de mentira. Ella tenía antecedentes por consumo de drogas, borracheras y escándalo en la vía pública. Se lo había dicho Celdrán cuando al principio de comenzar en este trabajo Jukka le comentó que le tocaba visitar el supermercado de los ingleses que estaba a la vuelta de la esquina. “¡Ándate con ojo muchacho! —le había dicho—. La inglesa es canela fina para meterse en líos. Borracha y hasta las cejas de farlopa. La han trincado varias veces y a punto de acabar en la trena. ¡Con estos ojitos lo he visto yo!”.
Jukka decidió no darle más vueltas al asunto y continuar con su itinerario de visitas. Condujo por la sinuosa carretera de Moraira a Calpe. Era un trayecto plagado de curvas peligrosas en el que Jukka disfrutaba con el cambio de marchas pues le gustaba apurar al máximo antes de entrar en las curvas. Le gustaba sentir como la fuerza centrífuga atraía al coche y parecía arrojarlo al arcén. En ocasiones le daba impresión de que si no mantenía correctamente el control del coche podría acabar zambulléndose en el mar. A mitad de camino paraba obligatoriamente en un supermercado de reciente apertura, el Parduotuve. Era propiedad de Anselm Vagnas, un lituano de mediana edad que acababa de instalarse en Moraira. El negocio lo gestionaba su pareja, Fernando Baradat, al que había conocido mientras este fue a Lituania con una beca Erasmus. Baradat era alto, tanto como Jukka, delgado hasta la exageración. Su rostro escuálido y rectangular quedaba atenuado por unas gafas igualmente rectangulares tras las que se escondían unos ojos marrones que denotaban nerviosismo e inseguridad. Su cabello revuelto aumentaba esta imagen. No obstante, gestionaba el negocio con una meticulosidad excepcional. Cuando en alguna ocasión Jukka le había mencionado a Baradat el orden que llevaba, pues tenía un registro de cada una de las promociones que había llevado y el tiempo que había estado en vigor, el número de clientes que se habían beneficiado en el caso de descuentos, o el número de balones y camisetas repartidos, éste solo acertaba a decir que quizás por haber empezado a estudiar arquitectura —carrera que no había concluido tras iniciar su relación con Vagnas y su huida a este perdido rincón de la geografía española— concebía todo como una suma de espacios compuestos por elementos ordenados cada uno en su lugar. Aquella mañana, como de costumbre, Baradat no tuvo inconveniente en que Jukka dejara el material de promoción. Una vez terminó, nuevo trayecto en la serpenteante carretera, con algo de calor, con más cansancio. Hasta el siguiente supermercado.
En la Avenida de la Diputación siempre realizaba dos visitas. Una, al Super Plus que gestionaba Cristina Peluispe. Sevillana, de estatura media, rostro redondo con una nariz respingona, ojos avellana y media melena rizada, y que hacía años que se había trasladado a la provincia de Alicante. Cuando se casó. El negocio familiar estaba en plena expansión: materiales de construcción. Pero tras los primeros envites de la crisis, abandonaron todo. Su marido se había montado un negocio al que había puesto nombre anglosajón para darle “mayor presencia e impacto”, tal y como le había dicho en una ocasión que coincidieron en el supermercado e intercambiaron tarjetas. Outsourcing. Lo llamativo es que ni él ni su mujer tenían ni idea de inglés. Pero el nombre era pegadizo.
Jukka se desesperaba cuando tenía que visitar este Super Plus. Normalmente las promociones estaban cerradas, puesto que los representantes de ambas empresas las negociaban en la sede de la cadena comercial. Pero Cristina Peluispe parecía gozar haciendo esperar a Jukka y robarle su tiempo. Siempre salía con que tenía que llamar a sus superiores para ver si estaba todo arreglado. Las frases que decía, con un acento cerrado y seco, falto de vida y de gracia, contrariaban a Jukka. Pero no había otra alternativa. Peor le sucedía en la siguiente visita.
Unos metros más adelante estaba una tienda de carácter familiar, La Marina, cuya dueña atendía a la clientela con una mezcla de desprecio y prepotencia. Jukka no se explicaba como Georgia Moreno, que así se llamaba la dueña, no había perdido la clientela. Georgia era de corta estatura, gruesa, pelo castaño y ojos marrones. Tenía un insólito cuello bovino, más ancho que el rostro. Empezaba la jornada —como bien había comprobado Jukka en más de una ocasión— con un generoso trago de una botella de coñac barato que guardaba en el cajón de su mesa. Quizás por el latente estado etílico en el que se mantenía todo el día o simplemente porque era así, Georgia se decía y desdecía varias veces en una conversación. Lo cual, como puede inferirse, no facilitaba nada el trabajo de sus empleados. Trabajadores que, en número excesivo, deambulaban por el interior del supermercado sin saber muy bien qué hacer; hecho que, además, motivaba las broncas más escandalosas, por inapropiadas, que Jukka había presenciado. El simple hecho de mover una caja o poner una botella con la etiqueta ladeada desplegaba por su parte una serie de insultos y amenazas acompañadas de referencias a sus orígenes en este negocio: “¡Con quince años yo me ganaba el pan vendiendo bacalaos y pescadillas! ¡Así que no te hagas el señorito y pon bien la puta caja de naranjas en su sitio!”. Bronca tras bronca había hecho que Jukka tuviera un concepto sobre ella de lo más simple: “Es un ser despreciable”. Tan pronto como pudo le dejó la promoción con los vales y se largó a su siguiente cita.
Supercoop, avenida de Europa. La visita más fácil de todas, puesto que tan solo debía dejar el material al cajero o cajera y ellos se encargaban de ponerlo. Normas de la empresa que así había cerrado el trato.
Jukka miró el reloj. Las dos y media. Todas las visitas del día realizadas. “Hora de comer” se dijo mientras se dirigía al restaurante al que solía acudir cuando iba a Calpe: La Barca. Una terraza con vistas al Peñón de Ifach, junto al puerto, en una zona abarrotada de terrazas y restaurantes, donde el olor a fritura de pescado se mezclaba con las voces de los camareros que promocionaban los mejores fritos, las mejores sopas de marisco, las mejores capturas de la bahía para sus propios locales. Un lugar donde perderse entre multitudes de familias inglesas, alemanas, noruegas o rusas que acudían como una plaga de langosta a la hora de la comida. “Como moscas a la mierda” pensaba Jukka en ocasiones.
Conocía todos los restaurantes de la zona del puerto. A él también lo conocían y sabían su rutina. Empezaba en un extremo del paseo e iba cambiando de uno a otro. Prefería esta zona a la de la playa, más saturada y en verano realmente insoportable pues el olor a bronceador y cremas hidratantes se mezclaba con el de la fritanga generando un nauseabundo aroma. De manera habitual, Jukka solía comer una ensalada y pescado. Lubina, salmón, lenguado, merluza. Iba variando según los días. Excepcionalmente se homenajeaba con un arroz a banda, sólo cuando no tenía visitas por la tarde ya que el alioli de la zona contenía una generosa cantidad de ajo. En esta ocasión ordenó la típica ensalada, salmón con guarnición de verduras al vapor, una cerveza y un botellín de agua. Como ya conocían sus costumbres, el postre lo cambiaba por un café expreso bien cargado. Tras comer le gustaba saborear el café, alargando cada sorbo mientras perdía su mirada en el horizonte azul del Mediterráneo. Momento que solía emplear para reflexionar: “Así he pasado ya los últimos cuatro años. Ya no es que mantenga un perfil bajo, como había tratado de hacer en Burgos, sino directamente ya no tengo perfil. He convertido mi existencia en una rutina predecible. Me gusta. Estoy cómodo”.
Cuando hubo terminado, cerca de las cuatro, decidió hacer la visita que le había encargado Wageman. Lo cierto es que desde que le dio el papel con los datos no se había tomado la molestia de mirar el nombre ni de localizar la dirección. Pensaba que una vez que estuviera en Calpe buscaría la calle e iría directamente. Tampoco es que tuviera muchas ganas por lo que había ensayado una especie de excusa más o menos convincente en el sentido de haber pasado por la dirección en una hora en la que no había nadie o que la persona que buscaba acababa de salir y que una vez que había terminado su jornada no tenía más obligación de permanecer en la ciudad. Excusas muy peregrinas.
Leyó los datos camino del coche: “Helena Härma. Dovela Estudio de Arquitectura. Calle Gabriel Miró. ¡Ah, joder! Wageman no ha puesto el número. Me toca recorrer la calle entera… Vale. El móvil”. En efecto, buscó en Google y apareció la dirección completa del estudio, así como el teléfono de contacto. Pensó en llamar para contar que iba de parte de Wageman y en caso de recibir una negativa poner rumbo a su casa y descansar. Pero se lo pensó mejor no fuera a preguntarle el americano por el aspecto de la tal Helena Härma y la fastidiara con la respuesta quedando en evidencia. Condujo hasta la calle, aunque al ser en el centro no tuvo fácil aparcar. Finalmente lo consiguió y se dirigió a la dirección. Portal abierto. Entresuelo puerta B. Subió y llamó. Abrió la puerta una mujer de figura esbelta, alta, pelo negro, tez blanca y ojos azules. “Una mirada gélida” pensó Jukka. Se apartó un inoportuno mechón de pelo del rostro y miró a Jukka.
— ¿Helena Härma? —preguntó él.
— Sí. ¿Qué quiere?
— Vengo de parte de Peter Wageman.
— Lo siento —dijo ella al tiempo que cerraba la puerta con energía y un atisbo de enfado en el rostro.
Jukka se quedó asombrado y contrariado. Pensó por un instante que bien podía estar a mitad de camino a su casa, o dando una vuelta por la playa, o mil cosas que estaba tratando de inventarse en ese momento para desahogar su frustración. Optó por lanzar un improperio en finés tratando así de no llamar demasiado la atención.
— Haista vittu! —resonó en el rellano del entresuelo. «¡Qué te follen! Ya es molestia tener que venir a buscar a esta tía para que no haga ni caso” comenzó a pensar mientras comenzaba a bajar la escalera. No oyó como se abría la puerta B ni como Helena se dirigía a él.
— ¡Eh, tú! —dijo Helena desde la puerta mientras Jukka se detenía y se giraba para mirar—. Mine vittu!
Se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Una especie de duelo esperando la reacción del otro. Jukka fue quien dio el primer paso.
— ¿Estonia?
— ¿Finlandés? —preguntó ella mientras asentía con la cabeza.
Jukka volvió a subir. Tendió la mano.
— Jukka Lehto, creo que hemos empezado mal.
— Helena Härma, aunque bueno, eso ya lo sabes. Por el imbécil de Wageman.
— Vale. Veo que no lo aprecias. Le diré que no te he encontrado.
— Muchas gracias —dijo ella sonriendo—. Mira, tengo mucho trabajo esta tarde, pero me gustaría que pudiéramos hablar con más calma. ¿Te importa que nos veamos en otro momento?
— No, claro que no. Pero aquí a Calpe vengo una vez al mes.
— Bueno, pues mira te doy mi número de móvil y cuando puedas me llamas y nos vemos.
— De acuerdo. Toma el mío —Jukka apuntó su número en un stopper que tenía en el bolsillo del pantalón. Helena se echó a reír cuando se lo dio.
— ¡Qué original!
— Mejor que una tarjeta. Es más visible. Me dedico a esto de las promociones.
— Vale, Jukka Lehto. Nos vemos cuando quieras.
— Perfecto. Ya te llamaré.
Se despidieron y Jukka bajó la escalera. No se dio cuenta de cómo lo miraba Helena. Con curiosidad. Una inquietante curiosidad. Salió a la calle, se metió en su coche, arrancó puso la radio y condujo hasta la Playa de San Juan. “Un merecido descanso” se dijo mientras entraba en el ascensor. No se dio cuenta, pero entró otra persona en el ascensor. Una chica joven, estatura media, rubia, no pudo verle los ojos ya que llevaba unas gafas de sol. Vestía camiseta ajustada, unos shorts vaqueros y sandalias. Llevaba un voluminoso bolso de tela que se veía cargado.
— ¿A qué piso vas? —preguntó cómo era costumbre.
— Diecisiete —respondió ella.
— Vale. Vamos al mismo —dijo Jukka antes de sumergirse en sus pensamientos.
Al llegar y abrirse la puerta, ella tropezó con un vecino que esperaba el ascensor. Dio un traspié y casi cae, pero recuperó el equilibrio y se fue hacia la izquierda por el pasillo que llevaba a las puertas de los apartamentos. Jukka tras saludar al vecino e intercambiar las típicas frases acerca del estado del tiempo, la tranquilidad de la playa en septiembre y algunas cuestiones de la comunidad de vecinos, se dispuso a entrar en su casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo que había en el suelo. Justo delante de la puerta de los ascensores. Se acercó, lo cogió y se sorprendió al verlo. Un DVD de cine clásico. “Los Nibelungos de Fritz Lang. Edición coleccionista. ¡Joder! Cuánto tiempo sin ver una de estas” se dijo sorprendido. Recordó a la chica que había salido con tanta prisa del ascensor que casi cae. Dedujo que sería de ella, pues el vecino con el que había intercambiado unas palabras no llevaba nada en las manos y, por lo que sabía, su afición era el fútbol. Decidió pues acercarse al apartamento de la chica para preguntar si era suyo el DVD. Recorrió unos pocos metros hasta llegar a la puerta B. No había duda. El apartamento A era el más grande de todos los tipos y pertenecía a una familia de Madrid que venía durante los meses de junio a agosto. El C y el D eran propiedad de un rico industrial de la provincia que pasaba largas temporadas en Suecia. Solo quedaba el B. Llamó al timbre y esperó. Nada. Sin respuesta. Volvió a llamar con el mismo resultado. Jukka no quiso ser pesado. Pensó que a lo mejor la vecina estaba ocupada y no podía abrir. Sabiendo donde vivía ya pasaría a ver si el DVD era suyo. Volvió a su piso. Se dio una ducha. Preparó unos fideos, los comió mientras rellenaba el informe online de la jornada del día. Salió a la terraza con una cerveza bien fría. Apoyado en la barandilla observaba como anochecía. El azul grisáceo de última hora de la tarde fue cambiando a morados y finalmente azul oscuro intenso y negro. En el horizonte las luces de las estrellas comenzaron a confundirse en las luces de los barcos de pesca que acudían cada noche a la bahía. El olor a salitre, llevado por una sueva brisa, llegaba hasta la terraza acompañado del tenue ruido de las olas que se fundía en una melodía de frecuencias con el canto de los grillos. Jukka miraba al horizonte. Sin moverse, sin pensar en nada más que en esa línea inalcanzable.
6
Nuevo día de rutina. La ruta más lejana al límite de la provincia. En esta Jukka prefería comenzarla en orden ascendente siguiendo en primer lugar la eterna N–332. Gata de Gorgos, Ondara y El Verger. Desde ahí luego continuaba por la CV–723 hasta Denia. Cuando hacía esta ruta, en lugar de volver a la carretera nacional prefería seguir el camino de la costa que unía Denia a Xábia, atravesando el parque natural del Montgó. Salía de Xábia a lo largo de la carretera del cabo la Nao en dirección a Portitxol, seguir a continuación por la carretera de la Granadella, el camí Vell del Morro del Castell, serpentear por las calles de Cumbre del Sol y finalmente enlazar con la carretera de Moraira a Teulada y de ahí seguir por el camino a Calpe. Solía llegar a tiempo de comer en uno de sus habituales restaurantes.
Lo que se salía de la rutina ese día fue que nada más empezar el recorrido recibió un mensaje en el móvil de parte de Prisca Blanco, la supervisora de la zona, quien una vez al mes acompañaba a los promotores para ver in situ como aplicaban las promociones, como desarrollaban el argumentario que la empresa les explicaba durante el curso de formación mensual. También tomaba nota del tiempo que se empleaba en cada visita, la distancia recorrida optimizando el tiempo y ajustando el kilometraje ya que la empresa corría con los gastos de desplazamiento.
Prisca era de estatura media, escuálida, con un eterno corte de pelo estilo masculino, gafas redondas y profundos ojos negros. Oriunda de Porcuna, su acento jienense estaba cargado de resentimiento. En una ocasión un compañero le contó a Jukka que Prisca se fugó cuando era joven del pueblo debido a que su familia la había comprometido en nupcias con un señorito del lugar. Una manera de medrar en la escala social a costa de la voluntad ajena. Tras recorrer media España llegó a Alicante donde finalmente se instaló. Los infortunios del pasado habían conformado a una persona engreída, de ego desarrollado hasta el absurdo y con una fijación constante por humillar a sus empleados por los detalles más insignificantes. A Jukka no le caía bien, pero era parte de la cúpula directiva y no había más remedio que aguantar sus reniegos. Esa mañana, pues, no había más remedio que aguantar la compañía de Prisca. Lo único positivo era que no iba a efectuar todo el itinerario, por cuestiones de agenda, tan solo estaría con Jukka en Denia.
La visita a los supermercados de Denia fue bien hasta que llegaron a un Super Plus que se encontraba en el Camí de Sant Joan, ya a las afueras de la ciudad. El encargado, Rodrigo Arnaiz, apenas llevaba un mes y medio en su puesto y no conocía al detalle las dinámicas de promociones. Acababa de incorporarse a este trabajo y no estaba acostumbrado a la dinámica del mismo. Tampoco tenía desarrollado el sentido del humor por lo que los diálogos eran de una sequedad y frialdad absoluta. En las dos ocasiones que Jukka había visitado el supermercado había tenido que recordarle que la tienda no era suya sino de la empresa y que si sus jefes habían accedido a que se implementara la promoción él tenía que indicarle donde estaban los productos y proporcionarle un lugar para materiales de merchandising. Nada más. Normalmente esas conversaciones acababan en llamadas telefónicas que Arnáiz hacía a sus superiores y que terminaban con él volviendo cabizbajo e indicando con mirada bovina dónde tenía espacio para un expositor, o para las camisetas y balones. “Espero que hoy el bobalicón este no me entretenga y no me haga ni perder tiempo ni quedar mal delante de Prisca” pensó Jukka. Pero como temía, Rodrigo se enzarzó en una discusión sin sentido acerca del espacio disponible, del agravio que suponía para otras marcas que los productos de Stake emplearan reclamos más vistosos en el punto de venta. Intento de razonamientos acompañados de gestos y actitudes simplonas. Jukka, interrumpió y con tono exasperado dijo lo que tantas veces había repetido: “¿Pero no te enteras de que la tienda no es tuya? Si tus jefes ya han cerrado este trato pues lo aceptas y punto. O te cambias de curro, que hay gente más despierta esperando para trabajar”. Acabó de decir la frase mirando de reojo a Prisca que tomaba notas en su libreta con gesto de comisario político. Rodrigo murmulló algo incomprensible y dejó que Jukka hiciera su trabajo, seguido por Prisca.
Al salir de la tienda, empezó la reprimenda. Los transeúntes se quedaban atónitos al ver como Prisca recriminaba con voz agitada el comportamiento de Jukka. Que si no había tenido respeto, que si había sido prepotente, que si las formas una y otra vez, que si esto y lo otro. Hasta salió la manera en la que conducía. Jukka optó por murmullar un “lo siento no ocurrirá más” para poder seguir con las visitas y salir de Denia cuanto antes, lo que significaba perder de vista a Prisca. Poco le importaba el informe que mandara a los jefes superiores.
El resto de las visitas, un par de Super Plus y una tienda independiente. Sin mayor problema en ninguna supuso que pudiera terminar la ruta. Se despidió de Prisca, quien le recordó una vez más lo importante de la profesionalidad, del comportamiento impecable e impoluto en el trabajo antes de dejarlo.
Jukka llegó a Calpe para la hora de la comida. Se dirigió al restaurante que le correspondía ese día para comer. Sentía una sensación agridulce tras la jornada de hoy. Contaba con que Prisca le echaría alguna bronca para no perder la costumbre. Pero no se esperaba que fuera por una tontada que encima era responsabilidad de otra persona. “Este Rodrigo es un imbécil. A ver si algún día aprender a hacer su trabajo y no jode a los demás. Malabarista, es lo que es. Un malabarista”.
Pensamientos que iba desgranando mientras comía su ensalada y un filete de lubina a la plancha. Cerveza, agua con gas, y café en lugar de postre. Pensamientos que se retiraron paulatinamente al empezar a observar a una pareja que llegó y se sentó en la mesa que estaba justo delante de la suya. Eran ya de cierta edad, entrados en los sesenta. Ella era gruesa. Con pelo canoso rizado. Vestía un pantalón de chándal y una blusa floreada. Gafas de sol oscuras. Él, de apenas metro sesenta, tenía pelo engominado hacia atrás. Canoso. Vestía vaqueros ajustados y camisa negra remangada sobre unos brazos fibrosos y tostados por el sol. Destacaba un viejo tatuaje de un ancla y un nombre que Jukka no apreciaba a leer desde donde estaba. La camisa abierta hasta el cuarto botón dejaba ver una gruesa cadena de oro de la que pendía un grueso crucifijo. Apenas intercambiaron unas palabras entre ellos cuando llegó el camarero. Sin hablar nada se tomaron una crema de bogavante y luego, cuando les trajeron una enorme mariscada, cada uno, con matemática precisión fueron pelando gambas y langostinos. Tenían el ritmo propio de una máquina. En el centro, un centollo esperaba su turno. Fue el hombre quien empezó a manipularlo y a extraer la carne que le iba pasando a su mujer. Un trozo para ella otro para él. “El sentido del amor. A eso se reduce”, pensó Jukka.
Mientras apuraba su café mirando al mar pensó en llamar a Helena, pero no insistió mucho en ese pensamiento. Pensó que lo mejor era hablar con Wageman esa misma tarde y decirle que había encontrado a la mujer y que ella ya le llamaría. Esa sí que era una manera inteligente de quitarse el tema de encima.
El regreso hasta su piso fue complicado debido a una retención por obras en Altea. Si bien esta circunstancia le regaló un momento desconcertante cuando en pleno atasco, con el carril lleno de vehículos detenidos, el conductor que iba delante bajó de su coche, abrió el maletero y sacó una cerveza de una nevera portátil. El mismo conductor le hizo a Jukka el gesto de compartirla a lo que amablemente renunció. «¡Qué cosas!” pensó. Cuando llegó, tras una ducha necesaria, se percató del DVD que había encontrado el día anterior y que había dejado en la mesa del salón, junto al portátil. Volvió a mirar la carátula y esbozó una media sonrisa. Decidió acercarse de nuevo a intentar devolver la película a la vecina. Salió. Llamó a la puerta y escuchó pasos. Se dio cuenta que lo observaban por la mirilla, aunque no abrían la puerta. Puso el DVD delante para que lo vieran al otro lado. Se escuchó el ruido de un par de cerrojos descorriéndose. Finalmente, una cabeza se asomó cautelosamente. Jukka se encontró con unos marrones que le miraban con curiosidad. Una melena rubia platino, un rostro ovalado, de piel muy blanca, en el que llamaban la atención unos labios puntiagudos pintados de rojo intenso. Una nariz ligeramente respingona completaba lo que podía ver. El cuerpo se cobijaba detrás de la puerta como si fuera un escudo y temiendo a algo desconocido.
— Hola buenas tardes —comenzó a decir Jukka educadamente—, soy el vecino del apartamento de al lado, bueno, de la letra E.
— ¿Sí? —dijo la chica con curiosidad aferrándose a la puerta con más intensidad.
— No sé si te acordarás, pero ayer coincidimos en el ascensor y al salir se te debió de caer esto —Jukka le alargó el DVD—. Vine enseguida, pero debías estar ocupada. Hoy he venido en cuanto he llegado del trabajo.
— Gracias —dijo ella.
— Buena película, por cierto —añadió él, aunque se dio cuenta de que la chica no tenía ganas de conversación—. Bien, que la disfrutes. Hasta luego.
Jukka volvió a su piso sin dejar de pensar en la frialdad y falta de interés demostrado por la dueña del DVD. “En fin, todos tenemos rarezas” esbozó mentalmente mientras llegaba a su apartamento. Encendió el ordenador, buscó la plantilla de documento para el informe del día. Se preparó unos fideos como cada día. Al abrir el correo para enviar el informe se llevó una sorpresa. En la bandeja de entrada, junto a la publicidad de siempre, había una notificación de Facebook: Helena Härma le solicitaba amistad.
Recordó que hacía cuatro años que no lo usaba. No es que fuera un fan de las redes sociales, pero lo empleaba para comprobar el impacto que tenían las prácticas de sus alumnos ya que les pedía que estrenaran los cortos que realizaba. Algunos alumnos abusaban de este método y lo buscaban cuando se conectaba para preguntarle asuntos relacionados con las asignaturas, las prácticas, las calificaciones, o simplemente para chatear sobre música o cine. Otros colegas directamente facilitaban sus números de móvil para que los llamaran o les enviaran mensajes. Pero Jukka prefería este método. En ocasiones si notaba que empezaban a ponerse pesados con las conversaciones y las preguntas, o si detectaba que se entraba en una especie de bucle irracional o si alguien empezaba una especie de tonteo virtual desconectaba rápidamente; pero las más de las veces sí que empleaba horas para hablar, compartir videos y referencias a películas de cierto interés. Pero hacía cuatro años que había borrado todos sus contactos, toda su información. No tenía explicación a porque no desactivó la cuenta. Quizás debería haberlo hecho. O quizás no. El caso es que tenía una solicitud de amistad de alguien que acababa de conocer. Jukka entró en Facebook con cierto temor. No tenía ningún mensaje ni foto ni absolutamente nada. Buscó el perfil de Helena antes de decidirse a aceptar la solicitud de amistad. Había unas cuantas fotos en las que aparecía visitando monumentos, comprando libros, y unas cuantas fotos de unos planos arquitectónicos. Revisó los amigos que tenía Helena y se trataba de personas con intereses semejantes. Animado por lo que había visto le dio a aceptar la solicitud de amistad. Automáticamente apareció en la columna derecha, habilitada para el chat, la minúscula imagen de Helena. Indicaba que hacía una hora que se había conectado. En algún momento coincidirían.
Estaba a punto de empezar a comer sus fideos cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie. Cuando abrió se encontró a la vecina, la chica del DVD. Se quedó asombrado, entre otras cosas porque ahora pudo ver con detalle que era bastante joven. Apenas veinticinco o veintiséis años. Un metro setenta y cinco calculó Jukka. Los labios armoniosos estaban sin el carmín rojo que los cubría cuando fue a verla antes. Vestía una camiseta morada de manga corta, muy ajustada marcando unos senos pequeños; mallas deportivas ajustadas a unas piernas de contorno perfecto.
— Hola —dijo ella sonriendo y con un marcado acento extranjero que a Jukka le sonó a eslavo.
— Hola —replicó Jukka apartándose un mechón de pelo de la cara.
— Soy la vecina del B. ¿Te acuerdas?
— Claro, hace un rato he ido a llevarte un DVD.
— Es que siento haber sido tan… ¿cómo se dice? ¿Fría?
— No pasa nada.
— Jana —dijo ella alargando la mano— Me llamo Jana Navratilova.
— Encantado. Jukka Lehto —dijo el estrechándole la mano mientras añadía—. Como la tenista. Navratilova. Y con el sonido de nuestra jota.
Jana rio la ocurrencia de Jukka. Sus ojos se iluminaron y su rostro se enrojeció.
— Pues… —dijo Jukka para intentar alargar la conversación, pero fue interrumpido por Jana.
— Jukka. Quería agradecerte lo del DVD. Lo daba por perdido. Si te apetece puedes venir a mi casa y tomamos algo.
— No quiero molestar —dijo él mientras pensaba en que era una manera muy original de agradecer la devolución del DVD.
— En absoluto —replicó Jana—. Es más, insisto.
Fue ahora Jukka el que rio la ocurrencia. Asintió y le pidió un par de minutos para cambiarse mientras ella volvió a su piso. Cuando Jukka llegó, Jana lo invitó a pasar a su vivienda. Lo poco que vio le recordó a su propio apartamento, pero un poco más grande. Sobre todo, la cocina ya que tenía una galería que daba al pasillo exterior. El salón tenía las mismas dimensiones y junto a él estaba el dormitorio principal, lo que sabía por haber visitado hace años un piso similar. El resto de la casa no lo vio, pero sabía cómo era: un dormitorio de tamaño medio y un baño completo. Como en todos los apartamentos, salón y dormitorio principal tenían acceso a la terraza que tenía la misma longitud que la de su piso. Cuando entró Jana lo hizo pasar al salón. Tenía muebles muy sencillos. “Catálogo Ikea” pensó Jukka. Dos sofás de tres y dos plazas, mesa auxiliar, mesa de comedor y cuatro sillas con tapizado azul a juego con los sofás. Mueble modular de color cerezo, en el que destacaba una televisión de plasma, un DVD y sistema de sonido multicanal. En las estanterías había unas cuantas películas. Esto llamó la atención de Jukka quien de reojo intentó leer los títulos. La voz de Jana llamándolo a la terraza le sacó de esta acción. En la terraza había una tumbona, una mesa de plástico de color verde y dos sillas a juego. Varias plantas daban algo de colorido a las toscas paredes descoloridas.
— ¿Quieres tomar algo? —preguntó Jana.
— Si tienes una cerveza estaría bien —dijo Jukka con total confianza.
— Vale —Jana entró y hasta la terraza llegó el ruido de la nevera al abrirse y el tintineo de unas botellas de cristal. Regresó con dos botellines de tercio.
— Gracias —dijo Jukka y bebió el primer sorbo—. No te había visto antes por aquí.
— Pues llevo desde mayo en el piso. Yo tampoco te había visto.
— Debemos tener horarios diferentes, obviamente —Jukka bebió de nuevo— De modo que eres ¿checa?
— Sí —respondió ella bebiendo de su botella—. De una pequeña ciudad a unos ochenta y cinco kilómetros de Praga. Jičín. No te sonará.
— ¡Ah, sí! ¡Claro que sí! Está en la zona del Paraíso Bohemio —dijo Jukka con expresión segura ante la mirada desconcertada de Jana.
— ¿Lo conoces? ¿De verdad?
— Ya te digo. El castillo Trosky, el valle que hay a sus pies, el bosque que hay en las laderas del castillo. Sí lo conozco.
— ¿Y eso a que se debe? —preguntó Jana con interés.
— Cosas del pasado —respondió apesadumbrado Jukka—. No es algo que me apetezca recordar.
— Vale.
— Y tú, Jana. ¿Cómo es que hablas español tan bien?
— Como tú ¿no? No eres español ¿no?
— Sí lo soy. Es una larga historia familiar. Mi abuelo vino de Finlandia a España a mediados de los años 40. Una historia aburrida.
— Vale —Jana bebió y comenzó a mirar el horizonte. Las primeras sombras de la noche ya se cernían sobre el mar y los colores azul oscuro y negro se iban fundiendo—. Estudié español. En la Universidad.
— Lengua y literatura. ¿Filología?
— No. Eran asignaturas complementarias y en una academia privada. Estudié Film Studies… ¿Cómo se dice aquí?
— Cine. Comunicación Audiovisual… más o menos. No hay algo similar.
— Pues entonces eso. Estudié cine.
— Interesante —dijo Jukka al tiempo que sintió una especie de escalofrío—. ¿Trabajas en algo relacionado con el cine?
— No —contestó con pesadumbre—. No tiene nada que ver. ¿Y tú? ¿En que trabajas?
— Promotor de ventas. Voy a supermercados de la provincia, me aseguro de que los productos de la compañía para la que trabajo estén bien posicionados, que se apliquen las ofertas y promociones. Es un trabajo, hasta cierto punto, cómodo.
— Pero estás fuera todo el día, en la carretera. ¿Verdad?
— Sí. Pero me gusta. Me relaja conducir —bebió un sorbo y cambió de tema—. ¿Y esa afición por el cine clásico? Los Nibelungos no es una película que le guste a cualquiera.
— Me gusta ese tipo de cine ¿sabes? Como que era todo muy ingenuo, muy directo y con mucha frescura —Jukka advirtió que los ojos de Jana se habían encendido, su rostro además demostraba entusiasmo en lo que decía.
— Sí, supongo que tienes razón —dijo él con cierta indiferencia.
— Oye, Jukka, ya sé que te acabo de conocer y a lo mejor te suena a tontería o a que soy una pesada, o descarada. Pero… —balbuceó un poco antes de terminar la frase— ¿te gustaría ver la película conmigo? A lo mejor te convences de que es cierto eso que te digo. Si ves como hacían los efectos especiales, la interpretación, los movimientos de cámara tan rudimentarios para la época, el propio tema. Está basado en una leyenda épica…
— Disculpa Jana —cortó Jukka—, en serio me gustaría, pero mañana tengo que madrugar. Tengo que ir a hacer una de las rutas que me toca y tengo que salir temprano. En serio. Me gustaría, pero si no te importa mejor en otro momento.
— Vale —dijo Jana con cierta frustración.
— En serio, me gustaría. ¿Podemos vernos otro día? —preguntó Jukka.
— Pero tendría que ser por la tarde. Tengo un compromiso por la noche —respondió ella mirando hacia el horizonte.
— Sin problema. Cuando llegue después del trabajo vengo a avisarte.
— Mejor me llamas al móvil —le dijo mientras le apuntaba el número en un trocito de papel y se lo daba.
Jukka lo cogió. Sintió un escalofrío al rozar los dedos de Jana. Se percató que, en su mirada, hacía unos instantes viva y alegre, había aparecido como un velo de tristeza o, aún más, de melancolía. Tras despedirse de ella volvió a su apartamento. Terminó el informe que no había hecho antes y comenzó a pensar en el encuentro con Jana, en la breve conversación que le hizo recordar su pasado.
Cogió una cerveza de la nevera, la abrió y salió a la terraza. Por curiosidad miró en dirección al piso de Jana. Se veía luz. Luego, Jukka perdió su mirada en el firmamento. Algunas estrellas brillaban tenuemente, otras, por el contrario, parecía hacerlo con insistente fijeza. Del interior del salón le llegaba la música. Decidió finalizar su día. Se dispuso a apagar el ordenador, pero vio que tenía un mensaje de Helena. Entró en la red social y leyó las pocas líneas que le había remitido justo a la hora en la que había estado hablando con Jana. “Gracias por aceptarme. Un saludo”. Jukka respondió con un escueto “De nada”.
Jukka se acostó. No podía conciliar el sueño. Comenzó a dar vueltas en la cama. Sabía lo que pasaba en estos casos. Los minutos se hacían eternos y las horas pasaban lentamente como movidas por un mecanismo que ralentizaba cada segundo hasta la exasperación. Sin ninguna intención de pasar más tiempo del necesario en vela, decidió levantarse. Sabía el motivo de su desvelo. Jana. No exactamente ella. La situación desencadenada por el DVD le había hecho enfrentarse a un pasado del que quería desprenderse, del que al menos durante cuatro años había conseguido mantener fuera de su mente. Jukka deambuló por su apartamento.
Se detuvo delante de la habitación que estaba frente al salón. La puerta había permanecido cerrada durante cuatro años. Miró fijamente. No estaba seguro, pero se decidió. Abrió la puerta y encendió la luz. Sintió el olor a cerrado que penetraba por sus fosas nasales. Una mezcla de aire estanco, aroma a papel envejecido y plástico. Observó con detalle. Cuando organizó la habitación, el día que se instaló, lo hizo a conciencia, con meticulosidad y detalle. Frente a la entrada, de pared a pared, había una mesa encima de la cual se encontraba un portátil, una lámpara de mesa, un disco duro externo con los cables de conexión cuidadosamente guardados en una caja de cartón. Un atril con unos folios llenos de polvo ocupaba la esquina derecha. Recordaba muy bien lo que contenían los cajones de la mesa: bolígrafos, marcadores, material de oficina, algunas viejas fotografías y una funda de plástico en forma de tubo donde tenía guardado sus títulos de licenciatura y doctorado. Nunca había entendido la costumbre de colgarlos en las paredes como habían hecho otros colegas.
Sobre la mesa, anclada en la pared, había una pequeña balda de madera en cuya parte inferior había colocado una luz de neón pequeña, de manera que iluminara el portátil. Encima de la balda había un organizador de lápices, bolígrafos, marcadores de lectura y otros utensilios que en el pasado usaba a diario. En la pared de la izquierda estaba atornillado un panel de corcho en el que no había absolutamente nada. Normalmente en él ponía horarios, clases, tutorías, reuniones, etcétera. La pared derecha estaba ocupada por unas estanterías de madera en la que estaban perfectamente ordenados una cantidad generosa de libros sobre cine, arquitectura y estética. Alguno de los libros de cine era de su autoría. También se encontraban algunas revistas con marcadores entre las páginas. Artículos que había escrito en el pasado.
La parte superior de una de las estanterías estaba ocupada por unos estuches en cuyo interior se ordenaban películas en DVD. Clasificado por continentes: cine asiático, europeo, americano. Separado también por géneros: comedia, drama, ciencia ficción, musical. Un estuche en especial tenía una etiqueta en la que había rotulado a mano “Cine de los orígenes. Cine Primitivo. 1896 – 1930”. En su interior se encontraban las obras maestras de los cineastas rusos, alemanes, nórdicos y americanos que construyeron a base de filmar los cimientos del cine tal y como se entendía aun en la actualidad. Jukka cogió el estuche. Lo limpió con esmero y revisó su contenido. Cada uno de los títulos le recordaba una clase, un momento especial de su pasado. Respiró profundamente. Se llevó el estuche a la cama. A medida que leía cada uno de los ciento sesenta títulos archivados fue recordando planos, escenas y secuencias. Así como momentos del pasado.
7
El sol del amanecer se escurría entre un resquicio de la persiana y daba de lleno en el rostro de Jukka. Por más que quería dormir no podía permitirse el lujo. Poco importaba que se hubiera quedado dormido cerca de las cuatro de la madrugada, vencido por el tedio de sentirse inquieto y sin poder conciliar el sueño. Junto a él, en la cama, estaba el estuche de películas que había revisado. Lo cogió con cuidado y lo llevó a la habitación y lo depositó cuidadosamente en su sitio. Por un instante tuvo la tentación de cerrar la puerta, pero la dejó abierta.
Ducha. Aseo. Desayuno con café bien cargado. Revisó el plan de ruta. Hoy le tocaba una de las más cortas, que además era por el interior. Su dinámica consistía en conducir por la A–7 hasta Ibi, visitar los tres supermercados que la cadena Super Plus tenía allí y continuar a continuación por la CV–806 y la CV–8153 hasta Onil, donde visitaba una única tienda independiente, luego seguía con la CV–799 hasta Biar donde debía pasar por otros tres supermercados, dos de ellos de la cadena Super Plus. A continuación, seguía por la misma CV–799 hasta llegar a Villena. Allí una visita al Super Plus de turno y una tienda de una cadena que operaba en Albacete pero que tenía una en Villena como en una especie de avanzada para introducirse en la Comunidad Valenciana. Al menos eso era lo que le había contado en más de una ocasión Marta, la encargada.
La ruta, aunque corta en kilometraje, solía durar más en tiempo sobre todo en Villena. El motivo no era otro que la ubicación del supermercado que al estar en plena calle de la Corredera hacía necesario buscar aparcamiento en las inmediaciones, tarea complicada por encontrarse en el centro de la ciudad. La solución que encontró Jukka fue la de estacionar en un descampado cercano y hacer el trayecto de cerca de un kilómetro a pie. Cuando tenía que dejar alguna caja o algún expositor la cosa cambiaba. Aparcaba en la zona de carga y descarga lo que en más de una ocasión le había ocasionado molestias con la Policía Local. Mientras Jukka argumentaba que estaba descargando, el policía de turno se empecinaba en que su vehículo no era de reparto. Hoy no era uno de esos días.
En esa ruta, el regreso en dirección a Alicante lo obligaba a bordear Elda a través de la A–31. No tenía otra opción ya que la empresa no entendería un rodeo mayor. Cuatro años y aún sentía un escalofrío que le recorría la columna vertebral cuando pasaba junto a Elda. Instintivamente aceleraba en ese tramo llevando el coche a límites cercanos a la infracción por exceso de velocidad. Nunca había tenido, por otra parte, encuentro alguno con la Guardia Civil. Por suerte o por desgracia.
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